Ella aún atesoraba algo de honestidad al conservar una última pluma original intacta, la única que aún brillaba cuando el rayo de sol se posaba encima, entonces se levantaba del suelo preguntándose cómo había llegado hasta ese punto.
Un día, del lodo
formado por el agua estancada del pozo en una zona del extrarradio, Iara descubrió
que de aquellas profundidades de olor a sombras resurgía una hermosa flor de
pétalos rosas y aroma dulce. Maravillada por sentir aquella agradable fragancia
y experimentar otra vez el color dentro de la escala de blancos y negros en la
que vivía, se sentó en frente para admirar esa belleza nunca antes vista...
Aún en ese
estado casi meditativo, notó que alguien le tocaba por la espalda. Asustada dio
un brinco y se apartó con astucia, pensando que podría ser alguien dispuesto a
echarle una buena riña. Pero aquel faisán que encontró era diferente. Tenía
todas las plumas de su color original, brillaba intensamente y lo que más le sorprendió:
¡volaba!. Le contó que acudía a ese lugar desde hacía tiempo y le mostró otros rincones
mágicos llenos de vida. Cada día Iara iba al encuentro de su nuevo amigo, y
poco a poco, lo que pensaba, lo que sentía y lo que hacía fueron convergiendo
hacia la coherencia.
Un día, donde la
valentía reinaba en su ser, Iara se acercó a la flor justo cuando la luz del
sol la recubría completamente y fue entonces cuando comenzó a desprenderse de
los apegos, de los juicios, de las culpas, de los miedos, del victimismo, de la
dependencia, del sufrimiento, de las intransigencias, de los límites, de lo que
le habían dicho que era, de lo que había creído que era, de la resignación, de
los tenía que o debería de... En su pequeño corazón se encendió una llama
colmada de una serenidad no experimentada previamente que la invadía llevándola
a la libertad más elevada. Y conforme se soltaba de estas emociones, las losas
que habían cementado sus plumas se caían con todo su peso al suelo, formando un
gran estruendo que alertó al resto de faisanes, incluyendo a su amigo.
Todos se
acercaron para ver lo que estaba aconteciendo. Iara sabía que sólo tendría esa
oportunidad y, alentada por aquel pájaro brillante, comenzó a batir sus alas
con una certeza antes no sentida. Sus plumas emanaban destellos de luz que
cegaban a todos los presentes y fue entonces cuando arrancó el vuelo siguiendo
aquel rayo de sol para descubrir que cuando murieron sus apegos, nació la
libertad.
Fue así como
Iara salió del pozo oscuro, lúgubre y tenebroso en el que había vivido; y pudo
comprobar cómo, fuera de aquel lugar, todo era de colores y todos los pájaros
podían volar sin esfuerzo.
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