miércoles, 5 de abril de 2017

El Corazón del Dragón - II


Salió del castillo atravesando las almenas, acompañada de aquel señor tan familiar que le había guiado durante toda su estancia y que parecía haber estado desde el principio, hacia Aurum, que la esperaba en la pasarela de la puerta principal. El dragón le insinuó que se colocara de nuevo entre sus alas. Tenían que hacer otro viaje...

Aurum le preguntó cuál era su mayor miedo. Kristena reconocía que tenía algunos miedos, a los que intentaba mirarlos a la cara para saber el mensaje que traían para ella. Pero el mayor… ese que le hacía temblar hasta los huesos, paralizar todo su cuerpo o huir sin mirar atrás, no lo había reconocido aún. Claro, por eso lo esquivaba siempre.

Aurum la condujo, cruzando bosques, lagos y cataratas, a una cueva. Tendría que bajar por ella y allí se encontraría con el Dragón Negro: el dragón de los miedos. A la niña no le gustaba del todo esa idea, pero por una extraña razón confiaba en su amigo alado, quien le había prometido que no tenía nada que temer. Cuando llegó a la cueva observó que todo estaba oscuro.

Empezó a sentirse pequeña y la cobardía le impedía dar el primer paso hacia el descubrimiento del tesoro que había allí para ella. Se sentó en una piedra cercana sin ganas de continuar la aventura y comenzó a quejarse por la treta en la que pensaba, le estaba embaucando su amigo el dragón. Entonces recordó uno de los regalos que le había hecho la reina. Y en un acto de fe, blandió su espada que le aportó todo el valor que requería para comenzar a caminar por la cueva.

Se adentró en la oscuridad. Conforme caminaba por aquellos pasadizos fríos y húmedos, aún sin ver nada, se fue descubriendo a ella misma y las verdades de su alma le fueron desveladas en un repunte de honestidad. Su mayor miedo era no ser capaz de ser y perderse en el juego de recordar. Mientras continuaba el camino del descenso, recordó todas las decepciones que había vivido desde niña y cómo, entre enfados, había dejado atrás la ilusión. De pronto se paró en seco, no había nada, solo ella reencontrándose con lo que era. Había perdido de vista dónde estaba, pues la soberbia no la dejaba ser compasiva y trataba a los de su alrededor como un verdadero verdugo en el juicio de la existencia que ella había creado.

Las lágrimas brotaban de sus ojos. Eran trocitos de luz reparadora. Estaba comenzando a ser. Cuando llegó al final del túnel encontró al dragón negro apostado en una roca, quien le animó a que mirara a través de sus ojos. Sólo los valientes y los limpios de corazón podían contemplar la mirada del dragón y llegar hasta ellos mismos. Kristena clavó su mirada en sus ojos dorados y profundos. Y aquel dragón le enseñó cómo deshacer ese miedo, quién era realmente.

Cuando se introdujo en el océano refulgente de su iris, desapareció la necesidad de garantías y una certeza absoluta emanó en su cuerpo. Pudo observar cómo a través de sus manos, de la vibración de su voz y de sus palabras, podía sanar a muchas personas que estaban como ella. Entonces recordó que siempre había tenido lo más importante: el corazón del dragón que le regaló la reina para que no volviese a olvidarlo jamás. Y entendió que el amor era la energía capaz de desvelar lo que estaba oculto en ella y que, sumado al valor, podrían seguir descubriendo la verdad.

Cuando Kristena abrió los ojos, una inmensa sensación de paz y plenitud le acompañaban. Yaciendo en su cama, una extraña sensación de nostalgia se apoderó del centro de su pecho pues, por unos instantes, había estado más cerca del verdadero hogar. Sonriendo, se levantó y pudo comprobar cómo había vuelto a crecer hasta su tamaño original de años atrás. Al mirar a su amigo descubrió que no era un monstruo, sino el compañero fiel y pequeño que le aconsejaba. Recobradas sus fuerzas, abrió la puerta de casa y salió para hacer lo que había venido a hacer, brillando como una estrella su corazón de dragón.


Inspirado del Taller "Corazón del Dragón" de Virginia Blanes 

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