"Si no tardas mucho, te espero toda la vida"
Oscar Wilde
El dolor es inevitable. Tarde o temprano todos lo reconocemos, a todos nos llega.
Puede ser físico, emocional, pero tu cuerpo lo interpreta de la misma manera, con las mismas reacciones. El dolor puede ser
desgarrador, te sacude las entrañas y te recuerda que estás vivo, lo sientes. No hay dolor
sin aprendizaje. A veces con sangre, otras con tinta...
Pero puede ser tu
aliado, instrumento de tu ser para reconectarte contigo mismo. Se puede sentir
dolor sin sufrir, se puede descansar en él. El dolor te inmoviliza y no es por
casualidad. Te invita a mirarte, a descubrirte, a revertir lo que te ha llevado
hasta él.
Te incita a ver la vida desde otro ángulo, con las gafas adecuadas para que puedas ver el bosque entre tantos árboles o ver los árboles en la inmensidad
del bosque. No hay que huir de él, si no reaparecerá. Solo necesita ser
escuchado, ser observado, ser comprendido. Porque hasta el dolor más inhumano
tiene un para qué que nuestra mente limitada intenta responder con un por qué.
A veces no lo puedes ver
frente a frente porque nunca has mirado hacia dentro, en los confines de tu
ser, tan basto como el océano, tan maravilloso como la esencia de la verdad que
cada uno somos, tu verdad, tu camino. Puede abrazarte tan fuerte que te haga
llorar y estremezca tu vida, que se traslade por cada una de tus venas y por
cada hebra de tu pelo. Pero solo está para recordarte que aún respiras, y por tanto,
aún puedes elegir otro camino que te lleve al amor de lo que eres, al origen de
ti mismo, a la verdadera vida.
Cuatro días despúes de acudir a la librería me fui al
hospital para trabajar. Tenía guardia. La noche previa habíamos estado como
siempre, sonriendo, jugando, desnudándonos con los ojos y abrazándonos con el
alma. A mi me gustaba recibir durante la guardia sus vídeos de buenas noches
con besitos de gafitas (nasales) y sus fotos “dalinianas” cuando salía a la
calle, artista al que se parecía por la singular forma que adquirían las gafas
nasales del oxígeno portátil, emulando el bigote de Dalí.
Esa tarde comenzó con dolor en la cadera. Era agudo y sólo si
no se movía de la postura antiálgica que adoptó, conseguía evitar el dolor. El
paracetamol no le aliviaba mucho ni tampoco el nolotil, remedios antes muy
efectivos para las escasas veces que sufría dolor. Pero aun con dolor, seguía
activa, siempre buscando, siempre viva.
Me escribió acerca de un producto que se llama Biobac (o Renoven). Es un fármaco,
creado por un español hace medio siglo, Fernando
Chacón, compuesto de proteínas de bacterias del género Bacillus, que se usó durante un tiempo como antitumoral hasta que
en España, cuando este señor se negó a que una multinacional farmacéutica
comprara su producto, se decidió su retirada del mercado, en teoría por falta
de efectividad, mientras en otros países como Alemania o Dinamarca, demostraban
a través de estudios científicos su validez.
Ya lo conocía en mis múltiples
búsquedas de la fórmula alquímica para su eterna salud, pero no le comenté nada
a Nazaret porque le había avasallado con el triple de remedios de los que
conseguí que se tomara por no querer convertirse en un
conejillo de indias. Pero aquel parece que le gustó. Mañana mismo lo pediría.
También tenía que enviar los informes clínicos de Nazaret a un médico internista que
practicaba la medicina holística y estaba cerca de casa. ¡Por fin encontramos uno a menos de 100 km!
Esa tarde de guardia, en un momento en el que parecía existir
cierta tranquilidad, realicé mi meditación diaria. Y por primera vez pude ver
las luces de nuestros bebés, brillando, de un color dorado intenso con tintes
rosa. Me dijeron que habían venido en un acto de amor a Nazaret, supongo que a
mostrarle que todo es un ciclo y no existe vida sin muerte ni muerte sin vida,
a enseñarle que el acto de amor más grande es dejar hacer su camino libremente
a cada alma, respetando su elección y su momento, sin apegos.
El acto de amor lo estaban haciendo esa misma tarde conmigo
misma. Me emocioné bastante y le conté a Nazaret que las había visto, como dos
mariposillas de luz, revolotear y vibrar en lo que nos conectaba, el amor. Ella
se emocionó también. Quería saber lo que me habían transmitido y le propuse que
ella misma conectase con los bebés y al día siguiente, hacer una puesta en
común. A Nazaret le pareció maravilloso, pero el dolor le impidió entrar en
meditación profunda y solo pudo sentirlas revolotear a su lado, mandándoles lo
mismo que a mí, un amor infinito.
Estaba deseando que acabase la guardia. Al día siguiente
hacía un año que todo empezó y quería tenerlo libre para celebrarlo con ella. De nuevo 12 de mayo, qué cortos y qué largos pasaron a la vez estos 365 días, qué intensos y maravillosos, qué reveladores y profundos... Por la noche me indicó que me llevara algo más de analgesia para el día
siguiente.
A la mañana siguiente era hora de partir a casa y una sensación de malestar en el cuerpo
me invadió. Lo primero que hice fue llamar a Nazaret. Nunca lo hacía, pues en
poco tiempo estaba en casa abrazándola, acto que disfrutaba más que hablar por
teléfono. Me dijo que había dormido regular.
Al llegar a casa me comentó que durmió en el sofá lo que pudo,
pues en la cama el dolor era más agudo y no conseguía descansar. Durante el
trayecto escuché una conferencia sobre el apego y el amor verdadero del soltar
y dejar ir, que, evidentemente, no fue al azar.
Cuando llegué a casa sus ojos brillaban con otra tonalidad diferente. No sabía lo que era, pero el nerviosismo se apresó de mí. El dolor,
inicialmente de cadera, subió hasta la zona abdominal que se apreciaba más
hinchada. Y su movilidad había quedado reducida hasta para ir al baño. Le
comenté la opción de ir al hospital. No me gustaba lo que percibía. Iba de un
lado para otro. Ella negó el intento. No quería martirizar su cuerpo con siete
y ocho horas en una camilla incómoda, no iba a soportar el dolor en esa
posición, no quería volver a los infiernos. Pero yo no veía otra salida.
Se me ocurrió salir a comprar nuevos fármacos más potentes de
los que le había traído del hospital, que descomprimiesen un poco la zona y la
aliviasen. Durante el trayecto a la farmacia llamé a todos los médicos que la
conocían y podían ayudarme a tomar alguna actitud diferente: a su cirujano, al
internista, a la médico de urgencias del hospital, al oncólogo de Barcelona, a
una gran amiga médico de familia. Me respondieron los tres últimos, todos de acuerdo en su valoración hospitalaria.
A mediodía, viendo que el dolor era insoportable, pude
convencerla para llamar a un equipo médico local y que vinieran a evaluarla para
calmarle el dolor con analgesia intravenosa sin tener que ir al hospital obligatoriamente.
No podía almorzar, mi estómago se había cerrado. Mientras
venía la ambulancia me senté a su lado, la abracé. Me preguntó lo que me habían
transmitido las presencias de nuestros bebés. Cuando se lo conté lloró
emocionada. Ella también los había visto y había sentido ese gran amor.
Una hora después apareció el equipo médico. Tras leer su
historia clínica y explorarla solo les llamó la atención que su saturación, a
pesar de tener el oxígeno en los niveles de siempre, había disminuido de 98% a
92%. Le llegaba menos oxígeno a la sangre. Las dos nos miramos extrañadas y Nazaret
comentó que no sentía falta de aire, ni estaba fatigada. Yo le respondí que en cuanto pudiese le
tomaba la saturación con mi pulsioxímetro, que sabíamos era fiable.
Le colocaron una vía y le administraron un nolotil.
Decidieron llevarla al hospital, pero para ellos no era necesario que la
acompañase un médico, no estaba tan grave. Así que, como en otras ocasiones, yo
iríra con ella en la ambulancia haciendo de su médico. La colocaron en una
silla de transporte para bajar una planta por el ascensor. Salimos a la puerta
de casa, al pasillo, justo al lado del ascensor. En segundos comenzó a
palidecer y decir que se estaba mareando. En un instante su cuerpo dejó de
obedecer a su mente. Su rigidez buscaba el oxígeno en el último rincón del
edificio, de la ciudad, del planeta. En ese momento entendí mi nerviosismo
previo. Entendí sus planes, la celebración que quería ese 12 de mayo, diferente
a la que yo imaginaba. Esperándome de la guardia, respetando su deseo de estar
en casa y mi necesidad de que hubiese un equipo médico en ese momento. Todo era
perfecto.
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