miércoles, 4 de enero de 2017

Tu enfermedad como mi metamorfosis: La Historia 71, La molécula del Espíritu

"El auténtico valor del ser humano viene determinado principalmente por la medida en la que se ha logrado liberarse del yo"
Albert Einstein

Nazaret, con el tropiezo que estaba viviendo, había encontrado el tesoro. Y había aprendido a morir para vivir sin sobrevivir. Había muerto a todo lo que creía, a sus creencias, a sus pensamientos antiguos, y obsoletos, a lo que creía que era real, a sus apegos, a sus proyectos y sueños mundanos...

Había muerto a ser quien había sido hasta entonces, a sus ideas, conceptos, clasificaciones y encasillamientos. Murió al pasado lejano y reciente, y al futuro incierto para renacer en el presente y en el vacío de todas las cosas que no son y son a la vez. Había muerto a ella misma para recordar quién era realmente: amor

Y en ese estado, manifestarse la luz a través de ella, como un arroyo por el que fluye la gracia pura y cristalina que la limpiaba, la sanaba y la elevaba cada vez más alto, cada vez más hondo. Siendo una con el universo, se permitía ser en el vacío de ella misma. Pues en el vacío, cuando permites ser y fluir, la vida se llena de sentido.

Júpiter parecía haberse instalado en el piso. El sonido de la máquina de oxígeno, semejando a un astronauta en órbita con escafandra, se envolvía con el ambiente almidonado y lóbrego que existía, hasta tal punto que Nazaret comenzó a autodibujarse en otro planeta, volando libre, como “Lady Blue”, una de nuestras canciones favoritas. Ambas conversábamos mucho. Ya no teníamos tiempo ni ganas de centrar nuestro foco en palabras vacías. La vida y la muerte, tan cercanas para ella, tan lejanas para mí. Siempre me decía que desde el primer momento en que nos abrazamos sabía que yo sería su faro en las noches borrascosas. Curioso que yo lo sientiera igual en ella. Sentíamos que desde nuestro lugar de origen, desde eones atrás, habíamos estado juntas, que éramos de la misma materia, de las mismas ondas, que llevábamos dentro el mismo propósito.

Ya con el oxígeno portátil en casa, menos aparatoso que la bombona de oxígeno que traje del hospital, podía contemplar el planeo de las gaviotas elegante, firme y a veces cristalizado cuando parecían que pendían de un hilo, en su silla de ruedas por el paseo marítimo. A una semana de la boda de su hermano, no se sentía con la fuerza suficiente para ir, pero sí con la ilusión de acompañar a su familia. Su cuerpo luchaba con su alma hasta que entendió que, como estaba haciendo hasta entonces, tenía que dejar fluir y respetarse, decidiendo descansar en casa. En esos días vinieron a visitarnos amigos que dispusieron cambiar la distancia física por la cercanía con la que nos sentíamos unos a otros. Y amenizar los días para que fueran dulces y suaves entre la brisa fresca de lo que sería la última despedida.

Acudimos de nuevo al hospital en busca de un internista que decidió hacerse cargo del control de los riñones de Nazaret. En la ecografía, su vena renal derecha estaba trombosada, no pasaba sangre para el riñón. Pero su cuerpo, sabio como ninguno, había sido más listo y de nuevo, inéditas venas se habían formado para que el riñón se nutriera de su sangre, de su amor. En los controles posteriores se auspiciaba una discreta mejoría hasta el punto de no necesitar más tratamientos sobreañadidos. Aprovechando su estancia en el hospital le hicieron una nueva ecocardiografía, para comprobar el funcionamiento de su corazón y si sus pulmones aún maltrechos, lo estaban perjudicando. El corazón de Nazaret estaba fuerte como un roble y sólo un poco de presión alta en el pulmón era lo que habían podido constatar. Decidieron ayudarlos con un fármaco que disminuye la hipertensión pulmonar, la viagra. Empezaría por poca dosis, pero hasta esa pequeña cantidad la rechazaba su cuerpo, manifestándose en efectos secundarios como mareos, sudoraciones, falta de concentración…

Seguía guiándome por lo material, lo temporal y lo inmediato, rechazando lo creativo y abocando a mi ego a luchar contra lo espiritual, contra lo que no podía controlar sin ser consciente que lo material está al servicio de lo creativo, regido por unas leyes que a todo lo que nos rodea afecta e implica, para poder crear así estados duraderos en concordancia con el orden universal, como lo es el hecho de que la semilla contiene una forma impalpable e invisible de planta. Y yo me estaba saltando las leyes. Había envejecido lo suficiente para no caer en la cuenta de que todo lo que se construye en la vida está abocado a la destrucción, hasta el propio planeta, semejando los castillos de arena que de niños hacíamos en la playa. Y me había dejado llevar por la fe de las curaciones de Jesús de Nazaret y en sus palabras cuando dijo el que cree en mí, las obras que yo hago, él las hará también; y aún mayores que éstas hará, porque yo voy al Padre.” Pero no había sido consciente de que el éxito de sus grandes curaciones se debía no sólo a que fuese un sanador extraordinario, sino al hecho de que no había sentido apego al resultado de sus acciones. Y ese no era mi caso.

Era la tercera vez que sufría un tromboembolismo en el pulmón y de forma tan continuada en el tiempo. Con las cicatrices de los trombos previos, y el gran desbarajuste que se había formado de nuevo en sus pulmones, no era de extrañar que necesitase más soporte médico que en ocasiones previas, como el oxígeno en casa y nuevos fármacos. Hasta que su cuerpo no empezase por tercera vez a disolver todo aquello, había que ayudarlo. Para nosotras era algo pasajero. “Esto también pasará”, nos decíamos recordando los eventos recientes vividos. El miedo se difuminaba a la vez que el cansancio y la lucidez de Nazaret se hacían más evidentes. Y en ese estado, me hizo uno de los regalos más bonitos. Una noche mientras dormíamos, las musas acudieron a ella hasta hacerla despertar y escribir “Juan, el pescador de lunas”. ¡Cuánta claridad, cuanto amor, cuánta ternura despertaba ese cuento! Era la vida misma, trazada en un pequeño trozo de papel e incrustada en su alma.

Una tarde de final de abril, mientras paseaba por la playa con la perra, me llamó agitada. Tenía fiebre. No era muy alta pero suficiente para volver a tener dificultad respiratoria. Entre paracetamol, infusiones y un aumento de la cantidad de oxígeno que inhalaba, se controló y no volvió a aparecer. La infección de orina, nuestro conocido E. coli, seguía llamando la atención y reapareció en su cuerpo, si es que se fue alguna vez. Decidimos esperar al cultivo para iniciar tratamiento. Así le dábamos también tregua a su cuerpo para recomponerse ya que nos lo permitía, pues cada pico febril mermaba su cansancio hasta el extremo.

Tuvimos suerte, o eso creía yo y, tras la última tanda antibiótica, por fin se negativizaron los cultivos posteriores. Ya no había resto de bacterias en su cuerpo. Pero pocos días después de este festejo, de saber de sus riñones recuperados, libres de microorganismos en la orina y con un corazón fuerte y sano, nos esperaría una gran sorpresa inesperada. Por eso, la desapareción de estas bacterias, no supe interpretar si fue algo beneficioso como creía en aquel momento, algo premonitorio, o algo circunstancial (aunque esta última opción es la que menos me convence, pues nada es al azar).

Tendemos a intentar explicar con ciencia lo que aún está a años luz de nosotros mismos y nuestro entendimiento. A veces resulta cansado y descorazonador pues se quiere demostrar lo que ya se conoce desde siglos atrás. Pero a veces, es lo único que puede convencer a personas tan empíricas y obtusas como yo misma. Hay científicos como el Dr. Hameroff de la Universidad de Arizona y Sir Roger Penrose de la Universidad de Oxford que afirman que elalma no muere, y para demostrarlo trabajan en lo que han denominado la teoría cuántica de la conciencia. Tras una serie de investigaciones, han descubierto que el alma se localiza en los microtúbulos de las neuronas, las estructuras más pequeñas del citoesqueleto, con aspecto de tubo que le confiere la forma redonda a la célula. Por lo tanto, nuestra consciencia, comentan, se basa en los efectos de la gravedad cuántica en los microtúbulos.

Cuando nos morimos, los microtúbulos pierden su estado cuántico, pero su información cuántica no se destruye, simplemente se distribuye y se disipa por el universo. De ser así, tendríamos pululando información de Jesús de Nazaret, Albert Einstein, Sócrates, Platón, el Dalai Lama, Confucio, Mahoma… a la que podríamos acceder con un poco de práctica y destreza. Algunas personas a través de la meditación pueden comunicarse con estos seres, pero hasta que no se demuestre científicamente para el resto de la población pasará desapercibido. Este hecho, junto con la demostración de que tenemos en nuestro cuerpo átomos de todos los seres terrestres y no terrestres como comenté previamente, nos hace abstraernos hacia el todo que formamos, sin existencia de tiempo y conectados por unos lazos invisibles pero reales.


También han encontrado la molécula del alma. Ha sido el Dr. Strassman en una de sus investigaciones. La dimetiltriptamina, una molécula generada en el cerebro, es la calificada como “la molécula del espíritu”, que podría ser una herramienta universal de relación entre todos los seres vivos. Curiosamente actúa a nivel de la glándula pineal, una de las más relevantes miles de años atrás, que, como postuló Descartes era la interface entre las dimensiones superiores y las dimensiones de la materia. Mediante la meditación, el ayuno, cantos, danzas y otras técnicas que disminuyen el estrés, se estimularía a la glándula pineal que produciría imetiltriptamina, regulando la entrada y salida del alma al cuerpo. Una molécula simple abre puertas de otras dimensiones. Se trata de descubrir lo que ignoramos.

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