lunes, 16 de enero de 2017

Tu enfermedad como mi metamorfosis: La Historia 76, El arcoíris

"El secreto no es correr detrás de las mariposas, es cuidar el jardín para que ellas vengan hacia ti"
Mario Quintana

Hasta el último momento de su aliento confié en que se iba a recuperar, hecho que, al no materializarse, sinceramente me descolocó mucho, pues en ocasiones, mi ego maleducado se intentaba colar en mi consciencia y me decía que aquello que vivimos estos últimos meses fue una farsa. En lo más profundo de mi ser sabía que Nazaret estaba sanada y en lo más hondo también, sentía que se tendría que ir...

Pero soy muy mental e intento entenderlo todo primero desde la cabeza antes que desde el corazón, aunque ya veo que no funciona así. De hecho, su sanación hubiese sido para mí la confirmación de que las otras medicinas no están herradas y de que resurgiría como el ave fénix para mostrar al mundo material que sí se puede. Pero jamás imaginé que cuando la crisálida de su enfermedad se rompiese sería para convertirla en algo más frágil que una mariposa, pero a la vez más potente: en luz, espíritu y energía. Y es que, como dije antes, no fue casualidad que todo terminara exactamente un año después de que empezara.

Tras acabar la misa vino lo más farragoso. La iglesia estaba desbordada de gente, tanto que salían las personas por la calle porque no cabían dentro. Y nos tuvimos que colocar en alto, de espaldas al altar, las mujeres a la izquierda y los hombres a la derecha, para que, uno a uno, fueran dándonos el pésame como manda el protocolo en su pueblo. Todo un espectáculo y a la vez una agonía porque era interminable, o por lo menos así se me hizo. Sólo el escuchar de fondo sus dos canciones me aliviaba y reconfortaba. Parecíamos payasos de circo dentro del teatro de la vida y la muerte.

Salió por fin, de nuevo al coche fúnebre. Sus hermanos y primos la llevaban a hombros. Seguía dándonos tregua las inclemencias del tiempo. La acompañamos hasta casi la salida del pueblo, repitiendo escena de protagonistas detrás del coche fúnebre. Justo cuando le dijimos adiós, empezó a llover de nuevo. Ya no hacía falta el sol. Y ahí, otra vez, estuvo ella. A su paso dentro del coche apareció un arcoíris espléndido que cubría el pueblo, su casa de campo y la carretera por la que circulaba. Todos sabíamos que era ella, dando las gracias por acompañarla, mostrando de nuevo su amor y creando un puente sagrado entre la tierra y el cielo. A todos nos arrancó por enésima vez una sonrisa. Como siempre, repartiendo felicidad.

Esa noche fue dura. La primera sabiendo que no compartiría con ella nuevas noches de boda y lunas de miel. Dormí en el el hotel donde se hospedaron nuestros amigos de Almería, arropada, cobijada. Esa noche morí más que dormí, porque fue un sueño profundo, sin despertares, sin molestias ni siquiera por el mundo onírico. Moría cada noche para renacer al alba durante los 5 días siguientes, como hacíamos estos últimos meses. Porque sabíamos que la muerte estaba presente con nosotras en cada instante: cuando tuvo que dejar su trabajo, nuestra casa, algunas personas, incluso la más conocida, su propia muerte física. Ya éramos conscientes de que para aprender a vivir había que aprender a morir y soltar, sin aferrarnos a nada ni nadie. Complicado según qué cosas, circunstancias y condiciones.

Ella sabía que su madre y yo estábamos preparadas. Dicen que los dos grandes maestros son la muerte y la soledad. Ella experimentó el primero y yo, consecuentemente el segundo. Cuando despertamos esa mañana fui consciente de que todo aquello no era una mala pesadilla. Seguía sin abrir la puerta y entrar dando los buenos días y yo estaba en un sitio ajeno a nuestro hogar. Aún me consumía el cansancio. Pero todo era llevadero porque continuaba a mi lado. Respiraba amor y paz porque aprendí a coger y soltar, y acepté que tenía que soltarla.

Almorzamos en la casa de campo, como meses atrás durante nuestros cursos de meditación. Esa tarde la incineraron. Fuimos a acompañarla, por si estaba allí para que no le diese miedo de no saber lo que estaba pasando. Nos despedimos de nuevo, besando su rostro céreo, con un hasta luego. Y como hacía en la UCI cuando estaba intubada, le conté lo que iba a pasar para que no la pillase desprevenida.

Podíamos elegir entre ver cómo le consumía el fuego o no. Lo pensé. Entonces me dije que estuve con ella desde el principio y estaría hasta el final. Desde un cristal frío le puse de nuevo la canción de “Madame Butterfly” mientras le susurraba que siguiera su camino y le pedía que me recordase cuando la muerte me acechase a mí para tener su misma entereza, serenidad y aplomo. Para que una de las luces que me recibiese fuese ella. Porque seguro que, entre todas las luces, la reconocería. Disfrazada de humano, la familia de luz la reclamó pronto a sus filas.

Por la noche se celebraba Eurovisión. Intentábamos juntarnos con los amigos para verlo, aunque hacía unos años que siempre faltaba alguien. Aquella noche estábamos todos. Y, como ella quería, la fiesta de su transición se obró de forma fluida. Se quedaron todos para celebrarlo, sintiendo su presencia, sus risas, sus comentarios, su amor que nos envolvía a cada uno para que esa noche fuese especial. Nadie estaba triste, y hasta yo misma, cuando tomaba consciencia, me sorprendía. Cómo era posible que lo hubiese logrado de nuevo, que estuviésemos celebrando su cambio de estado, que nos evadiésemos del dolor profundo, desgarrador y sangrante que deberíamos tener y nos fundiésemos a quizá, experimentar una ínfima parte de lo que ella estaba recorriendo.


Al levantarnos la mañana siguiente fuimos a recoger las cenizas, el polvo de estrellas en que se había convertido. Los amigos lejanos se marcharon, aunque la distancia solo separa los cuerpos y no puede diluir las alianzas desde las que lograron y lograrán compartirles sagrados. Su madre se quedó con una urna pequeña y yo, con la que brotaría de nuevo transformada en almendro. Nos quedamos con el espectro de colores que hacían las flores de los centros, de los ramos y de las coronas que habían quedado para colocarlas una a una en cestas de mimbre y dejar que el agua las bendijese, mientras agradecíamos todos los regalos que nos había hecho y allanábamos nuestro camino de vuelta con pétalos de flores y su música favorita.

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