lunes, 26 de diciembre de 2016

Tu enfermedad como mi metamorfosis: La Historia 67, Lecciones de Vida

"La vida es tan corta y el oficio de vivir tan difícil, que cuando uno empieza a aprenderlo, ya hay que morirse"
Joaquín Sabina

Por la noche abro la ventana y le pido a Nazaret que venga y presione su cara contra la mía. Respira en mí. Cierra la puerta del lenguaje y abre la ventana del amor. Nazaret no usará la puerta, sólo la ventana...

Entonces me muestra el tacto del espíritu en el cuerpo, para que sienta que es posible y que está ahí, esperándome cada luna y cada sol. Sólo necesito romper los grilletes que me impiden caminar, como el mar le pide a la perla que rompa su concha.

La vida no consiste en lograr el bien aislado del mal, sino a pesar de él. A veces es difícil diferenciar si el tropiezo que hemos tenido se debe a que ese no es el camino que hemos de seguir o son trampas del ego para hacernos desistir ante el más mínimo obstáculo. Nazaret me enseñó a diferenciarlo sin titubear. Sólo es necesario detenerse un momento y sentir, parar la mente y conectar el corazón para observar, como un espectador de tu vida, desde dónde estás intentando llegar a esa meta. 

Si tratas de conseguir ese propósito desde la mente, donde aparecerán muchas excusas y “porques”, ese camino es del ego y no merece la pena seguir golpeándose con el mismo muro una y otra vez. Si, por el contrario, pretendes llegar al final del sendero desde el corazón, ese camino es del alma y los obstáculos formarán parte del mismo para que el aprendizaje sea completo. Cuando lo que deseas te hace abrir el corazón, sentirlo vivo y latir como la primera vez, si sientes que vibras con el universo entero, aunque a veces no tenga sentido la elección por la que has apostado, sea algo políticamente incorrecto, incómodo, inseguro o incluso impopular; será la acertada porque la manda el corazón, guardián de tu alma. Nazaret elegía desde el corazón y esta vez, en este nuevo capítulo con sus nuevas aventuras, no iba a ser menos.

Uno de mis cuñados se casaba a final de mes y Nazaret, ilusionada por compartir ese momento tan importante para la pareja y por dedicarles con todo su amor la canción “Gracias a la vida” que estaba ensayando, se decidió hacerse un vestido con una modista. Sería más cómodo que andorrear entre tiendas y centros comerciales, tan agotadores en ese momento.

La fiesta que quería organizar para mi cumpleaños iba a ser sorpresa, pero como dependía de unos y otros para comprar los aperitivos y organizar la casa, le ayudé a disponer de lo que necesitara. Esa mañana se despertó más cansada de lo habitual. Le costó trabajo el simple hecho de ducharse. Como no se quejaba, no lo supimos hasta más tarde.

Durante el día de mi cumpleaños brilló el sol entre risas y afectos de aquellos que pudieron acudir. Una sensación extraña me invadía. Los 33 años venían con algo desconocido y me hacía buscar la soledad entre amigos y familiares. Necesitaba la paz de saberme en mí a pesar de todas las muestras de cariño recibidas. No era una sensación grata, ya que buscaba el aislamiento a sabiendas de que aquella gente había venido expresamente a celebrar conmigo el cumpleaños. Pero no podía evitar esconderme tras la montaña de mis emociones que ocultaban el lago de sentimientos hacia los demás. Cayendo el atardecer tomé rumbo al piso de mis suegros, pues al día siguiente tenía que trabajar. Nazaret decidió quedarse en la casa de campo. Estaba tranquila y así aprovecharía para seguir ensayando la canción y terminarse el vestido de la boda.

Pocas horas después, al comenzar la madrugada recibí una llamada de Nazaret. Estaba con fiebre, la respiración muy agitada y había comenzado a orinar sangre de nuevo. Irían al hospital. Yo me vestí rápidamente y avisé a mis compañeras de trabajo para ver si alguien me podía suplantar, sabía que iría para largo. Como siempre, “mis ángeles de La Línea” estaban dispuestas a hacer lo necesario. En urgencias estuvimos desde las 2 de la madrugada hasta las 7 de la mañana. Su cuerpo y su alma habían respetado el día de mi cumpleaños para que fuese otro compartir perfecto. Una vez que había concluido, su organismo dijo basta. Estaba sorprendida con los acontecimientos, cómo, a pesar de todo, parecía fluir la vida, cómo nos enviaban señales, a Nazaret físicas, a mi afectivas, para ir preparándonos para el siguiente reto, para seguir sorteando los obstáculos del juego de la vida. Y sólo teníamos que escuchar nuestro corazón.

Como siempre, le hicieron el completo: sangre, orina y radiografía. Conforme pasaban las horas la respiración de Nazaret se iba normalizando al ritmo que lo hacía la fiebre. Pero llamaba mucho la atención cómo la saturación, el oxígeno que llega a la sangre, era menor y no subía a los dinteles que tenía previamente, casi normales. Este episodio se catalogó como una nueva infección de orina, le mandaron por cuarta vez antibióticos de amplio espectro, de los que matan moscas a cañonazos, y nos dieron el alta. Sin dormir toda la noche y con su madre y su padre en pleno apogeo de una gastroenteritis, casi decido montar el hospital de campaña en casa.

Nazaret durmió por la mañana. Estaba agotada y pudo descansar. Al atardecer comenzó de nuevo con fiebre. Su respiración era como la de un pez fuera del agua, no quería a penas hacer movimientos para que no se agravase, pues se sentía desfallecer sin aliento. Cuando cedía la fiebre se calmaba, pero esa vez había quedado algo dentro que no la dejaba respirar bien a pesar de mantener una temperatura normal. Ni siquiera incorporada podía sentir alivio. Se desesperaba porque quería dormir, descansar, pero las bocanadas de aire que tomaba parecían no ser suficientes y su abrir de boca no la llenaba internamente. Llegó un momento en que su oxígeno estaba tan bajo en sangre como al subirle la fiebre.

Decidí llamar a una ambulancia y pedirle por favor que nos llevase al hospital de referencia donde ya la conocían. Aquello no siempre era algo factible, pues según la zona en la que vivas te derivan al hospital que pertenece esa localidad aunque no hayas ido en tu vida y tu patología grave y crónica la estén controlando en otro, incluso más cercano del que te quieren enviar. Son incongruencias de la mente que encasilla y clasifica siguiendo un orden ilógico para el corazón, pero esa vez se apiadaron de mí. Iríra yo sola con el técnico, tendría que ser el médico que la acompañase atrás, dentro de la ambulancia, era el precio que tení que pagar para que nos llevasen a su hospital. No puse impedimentos, solamente ruegos y plegarias. Justo al entrar en la ambulancia le colocaron unas gafas nasales con oxígeno y Nazaret se sintió revivir. A su lado, hicimos el viaje tranquilas, con nuestras manos entrelazadas y nuestros corazones fundidos en una sola alma.

Llegamos de nuevo a las urgencias donde habíamos estado 24 horas previas, los mismos cuerpos en otras caras nos recibieron. La dejaron en la camilla con el oxígeno. Así estuvo hasta las 8 de la mañana momento en el que nos llamaron tras haberle realizado la batería de estudios clásicos por tercera vez en pocos días y con los mismos resultados. Seguían manteniendo la infección de orina como causante de aquel cuadro.

Pero aquello ya no me convencía. Eso no tenía que influir a su oxígeno estando afebril. Le volvieron a cambiar el tratamiento antibiótico y le retiraron el oxígeno para mandarnos de nuevo a casa. Justo saliendo por la puerta del hospital sufrió un presíncope, casi se desmaya. Ya sabía lo que pasaba.

Era otro nuevo tromboembolismo pulmonar. Corriendo los guardias de seguridad nos acercaron una silla de ruedas y la volvimos a meter en la consulta de la que acabábamos de salir. Allí la tumbaron y le colocaron los pies en alto. Le volvieron a colocar oxígeno, y la monitorizaron. Después desaparecieron todos y la dejaron sola en la consulta conmigo. El médico pensaba que aquello se debía al cansancio. Pero yo, que ya había visto dos tromboembolismos pulmonares en ella, sabía que todo aquel cansancio progresivo, que aquella tensión alta que le tomaron una semana antes, que la fiebre y aquel mareo correspondían a la lucha que mantenían sus pulmones con su sangre tornadiza.

Supongo que aquel residente, con poca experiencia, era la primera vez que veía la clínica de un tromboembolismo y no quiso escuchar mis palabras. Entre el cansancio acumulado de dos días sin dormir, el miedo y el aspecto de Nazaret semiinconsciente, me sentía desesperada. Buscaba a cada enfermera, a cada profesional que me cruzaba y le pedía por favor que le hicieran un escáner, que ella no estaba cansada, que tenía un tromboembolismo pulmonar. Casi suplicaba con las rodillas al suelo la atención que en aquellos momentos precisaba Nazaret. Algunos me miraban con cara de loca, otros me decían que no podían hacer nada, mientras se iban a atender a todos los pacientes que aún quedaban, pero tuve suerte y una adjunta me escuchó.


No podía creer que, por tercera vez, y con el tratamiento adecuado, volviera de nuevo a producirse el tromboembolismo pulmonar. La lección se repetía otra vez, y no sabía lo que significaba, qué tenía para nosotras ese nuevo síntoma. Estamos en la escuela a tiempo completo, llamada vida, pero no siempre se aprende en una clase, a veces hay que repetirlas. Y aquella era la tercera vez que se repetía la enseñanza. Ahora, con la mirada atrás, todo adquiere un sentido. La sangre, el alimento del cuerpo, lo más profundo del ser, se concentraba en los pulmones, vehículos que nos comunican obligatoriamente al exterior para mantener la unión con los demás e inspirar la vida. Aquella mezcla nos avisaba de que, lo más profundo de su ser tenía que dejar el contacto con el exterior, pues el fin del contrato en La Tierra terminaba. 

No había errores, sólo lecciones. Para crecer necesitas sumergirte en el proceso de pruebas y prácticas, en la experimentación de la vida. No existen los errores, pues ese experimento fallido también era necesario para la evolución. Una lección se presenta de múltiples formas hasta aprenderla e integrarla. Pero entonces no habrá terminado, irás hacia la próxima lección, pues las lecciones no tienen fin, no hay nada en la vida que no contenga un aprendizaje.

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