lunes, 12 de diciembre de 2016

Tu enfermedad como mi metamorfosis: La Historia 61, Sanando con Palabras

"Las palabras nunca alcanzan cuando lo que hay que decir desborda el alma"
Julio Cortázar

Dice un proverbio árabe que hay que tener cuidado cuando se habla, pues con las palabras se teje un mundo a nuestro alrededor cargadas de magia y poder. Con las  palabras se pueden crear universos, guaridas protectoras del ruido ensordecedor de fuera...

Se puede navegar por mares dulces, cruzar países de algodón, surcar cielos violeta y acariciar el sol y la luna desde el sofá. La palabra adquiere forma y juega a moldearse con las emociones. Crea nuevos horizontes, donde sentirte seguro y recordarte que aquellos mundos son parte de tu piel y se construyeron para que fuesen tu sostén, para que por fin puedas terminar con la división del “aquí” y el “allí”, pues todo será uno.

Las palabras se pueden decir con una mirada y ver reflejada las galaxias, constelaciones, estrellas rojas y azules, y tu esencia fundiéndose con lo que eres, con la luz que por fin has visto en tu alma. La voz no se la lleva el viento, se quedan suspendidas en el espacio que te rodea. Un día podrás notar que estás más triste, enfadado, perezoso o eufórico, alegre y con ganas de bailar y cantar sin motivos externos aparentes. Acuérdate entonces de las palabras que hace poco dejaste allí colgadas y quizá descubras que estás recogiendo lo que sembraste en tu atmósfera. La palabra, a veces limitada, otras excedida, plasmada en un papel me encuentra con ella, danzando entre mariposas azules y túneles de plata y oro, donde la eternidad descansa, donde su corazón es libre.

El último día de febrero mi hermano volvío de Brasil, donde había moldeado con ternura su nueva familia. Tras unos años maravillosos en aquel país, ahora ambos vivirían aquí, entre nosotros. Para mí su regreso fue un hálito fresco donde descansar, un nuevo cobijo, un fuerte pilar donde sostenerme. Después de años separados, viviendo experiencias similares en diferentes puntos del planeta, el lazo que muchas veces creíamos pequeño y frágil, se había tornado grueso y resistente. Y él y su pareja, venían a renovarnos con el mensaje del amor a través de la salud, venían con la esperanza de quien ha convivido con el milagro a diario, con lo invisible, con lo inexplicable. Aquella familia brasileña significaban para Nazaret y para mí, la calidez de un reencuentro que nunca terminaría, las enseñanzas de amor de grandes maestros brasileños con los que creamos un vínculo pocos años atrás.

Nazaret seguía convirtiéndose en la maestra de luz que era a través de los cuentos que mariposeaban por su cabeza y que hacían despertarla algunas noches bajo la inspiración de las musas. Su luciérnaga brillaba con fulgor y con la libertad de unas alas indestructibles. Por la noche viajaba a otros mundos, a otras dimensiones. Por el día la acompañaba en su proceso de sanación iluminándola cada día con más brillo, con más fuerza, con más amor. Su alma parecía no caber en su cuerpo y se expandía inundando de su esencia, pura luz, a quien se acercaba. Mirarnos fijamente a los ojos era una experiencia sublime que me conducía al más profundo éxtasis. Nunca lo habíamos experimentado con el fin de buscar quién habitaba detrás de aquellas pupilas. Allí podía percibir su alma, aquel ser tan extraordinario que superaba con creces lo físico que podía ver y tocar.

Su enfermedad era un regalo. Podíamos experimentarlo como nuestra propia crucifixión. Ella física, ambas del alma. Pero no como la que se describió en Jesús de Nazaret sino como un proceso que trasciende lo real para continuar la evolución que buscábamos aunque no lo supiéramos. Llegó a mi vida en un momento en que pensaba que lo tenía todo bajo control, sin ser cierto. ¡De qué forma su valentía y su fuerza me enseñaron el camino! Fueron sus palabras de amor incondicional las que tiraban constantemente de mí hacia la superficie, su actitud ante aquello que consideraba una bendición. Su amor se había convertido tan fuerte como un roble, tan profundo y azul como el océano y tan poderoso como las mareas.

Con la pluma como fiel compañera, había encontrado un nuevo poder, el de la palabra. Y de ella se valía para decretar todo lo positivo que manifestaba cada día en su vida y para crear un mundo paralelo donde las palabras se convirtiesen en emociones positivas.

Hay estudios en Harvard que han demostrado que nuestras palabras abren espacios emocionales. Y que al enseñar a un grupo de personas palabras negativas como pozo, oscuridad, decadencia… y tomar muestras de sangre y saliva para medir a través de una técnica conocida como radioinmunoensayo el nivel de nuestra hormona de estrés, el cortisol, aumentaba significativamente. Cuando las palabras negativas se sustituían por palabras positivas disminuía drásticamente. En esta universidad se ha demostrado que entre el 60% y el 90% de las consultas a los médicos de atención primaria del mundo occidentalizado se deben a emociones tóxicas, resentimiento, ira, rabia, frustración… Estas personas con las emociones descritas, si permanecen de forma contínua en estados emocionales negativos, segregan un aumento del cortisol, que se acopla a los glóbulos blancos, linfocitos, neutrófilos y no les deja funcionar, por lo que sus capacidades antibacterianas, antitumorales entre otras funciones importantes, desaparecen. 

Esta nueva ciencia se denomina Psiconeuroinmunobiología o Psiconeuroinmunoendocrinología (PNIE), muy relacionada con otra que despunta en esta disciplina como es la epigenética, capaz de demostrar que el estado emocional de la persona afecta al material genético a través de la movilización de hormonas y moléculas de la emoción expresados en la célula que hacen que unos genes se queden dormidos y otros despierten. Así que, como diría Ortega y Gasset “no estamos hechos del todo sino que nos vamos haciendo”. Nuestro ADN se va reprogramando por las palabras y la frecuencia. Por eso, la palabra tiene tanto poder. ¡Cómo algo tan fácil puede convertirse en algo tan beneficioso o perjudicial! Y cómo aprender a usar de forma adecuada la palabra, el verbo. ¡Qué importante es! Explica el Dr. Mario Alonso Puig que ya hay estudios científicos que han demostrado que un simple minuto de nuestra mente llena de pensamientos negativos deja al sistema inmune, encargado de nuestra defensa, en una situación delicada durante 6 horas. 

Cuando nuestro cerebro da un significado a algo, nosotros lo vivimos como una realidad absoluta, sin ser conscientes de que no es más que una interpretación de la realidad. No vemos el mundo que es, vemos el mundo que somos. Cada persona tiene su manera de interpretar la realidad, porque somos seres únicos, por eso, cada persona tiene sus creencias y existen tantos mundos como personas, sin existir ninguno igual. Solemos confundir nuestros puntos de vista con la verdad, pues la percepción va más allá de la razón. 

La palabra es una forma de energía vital y se ha podido fotografiar mediante PET (Tomografía de Emisión de Positrones) cambios en la estructura cerebral de personas que decidieron hablarse a sí mismas de forma más positiva. Muchas veces no somos conscientes del impacto que puede tener en nosotros una conversación. Según estudios de Albert Merhabian, de la Universidad de California, el 93% del impacto de una comunicación se queda a nivel subconsciente. El poder de la palabra seguirá sorprendiéndonos cuando se descubran nuevos hallazgos. Mientras tanto, es importante aprender a cultivar la palabra y su forma no verbalizada, el pensamiento, para crear el mundo en el que nos gustaría vivir. Nazaret estaba plasmando todo lo que yo conocí científicamente a través de sus lúcidos cuentos, un regalo que perdurará a través del tiempo, y quién sabe, quizá los tenga algún día entre sus manos.

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