"Cuanto mayor sea la porción de mi vida que pueda ser arrancada del ciclo trabaja-consume-muere, y devuelta a la economía del encuentro, mayores serán mis oportunidades de placer"
Hakim Bey
Los ciclos son
el resultado de tus acciones basadas en las decisiones que un día tomamos. No
son puertas que puedas cerrar con llave y olvidarte de su presencia o ausencia.
A veces solo pueden cerrarse cuando el dolor es mayor que la razón y sientes en
peligro tu integridad emocional, cuando dejas de pensar en ti y pierdes esa
estima porque la entregas sin reserva a la persona que está a tu lado de manera
diferente, o a la que ya no está…
El momento se
siente cuando la frustración, el lamento y las preguntas sin respuestas arden
por tus venas aumentando la angustia. Es el instante en el que determinas que
vivir con esas emociones es un desperdicio para tu ser estancado en una
realidad vacía, sin nuevos horizontes, y necesitas recordar que nada es eterno,
ni siquiera el sufrimiento. Cuando decides cerrar un ciclo surge la liberación
al instante, una vez comprendido desde lo más íntimo de ti que ya no lo
necesitas para crecer. Entonces comienzas a alimentar tu espíritu y a sanar tus
heridas dando paso a nuevas y renovadas oportunidades que te invitan a danzar
cada día con la vida y te enseñan con bellos ejemplos como el cambio de las
estaciones en el año, que es posible. Era el momento de cerrar mi ciclo de
oscuridad y mi alma, sin yo saberlo, se estaba preparando.
Almorzamos por
los alrededores del hotel y nos dispusimos a subir al tren que nos llevaría a
Zaragoza. Allí nos estaría esperando la médica amiga de la familia que nos
comentó el curso y que era integrante del mismo. Cuando llegamos a la nueva
ciudad parecía que los astros se estuviesen alineando. Sentía la calma que
tantos meses atrás había perdido y añoraba. No sabía si se debía al cansancio
extremo o realmente era el inicio de mi vuelta a la vida. En los próximos días saldría
de dudas.
A pesar de caer la noche, Zaragoza parecía estar sumida en
una nube grisácea y densa con algunos faros luminosos que, apuntando al cielo,
intentaban romper esa barrera. Parecía que la oscuridad en esa ciudad pesase
demasiado. Esa noche dormimos sabiendo que nos esperaba un trabajo duro la
mañana siguiente, pero con la tranquilidad de sentirnos en casa en una ciudad
desconocida.
Desde que abrimos los ojos ese día saludando al amanecer todo
se precipitó. El curso consistía en, a partir de técnicas de meditación, llegar
a la autosanación. Era la primera vez que meditaba en mi vida. Siempre había
tenido la cabeza ocupada en lo que me rodeaba, en lo externo y más
insignificante. Cuando escuchaba hablar a alguien sobre la meditación, a los
cuales solía darle el calificativo de “místicos”,
siempre venían a mi mente dos pensamientos: el primero que estaban
perdiendo el tiempo y que en esa hora que empleaban en estar haciendo nada
sentados, yo la invertía mucho mejor; y el segundo devenir me decía que nunca
iba a ser capaz de hacerlo, pues era demasiado inquieta. En unos minutos estas
dos premisas se rompieron en pequeños fragmentos de cristal carmesí, pues era
capaz de meditar y a su vez, darme cuenta con el tiempo y la constancia de que rentaba
mucho más que la hora que yo dedicaba a otros menesteres más mundanos.
El curso duró tres intensos días con sus tardes. Cada día, en
cada meditación iba aprendiendo algo nuevo, iba descubriendo un mundo paralelo
que siempre había estado aquí, pero nunca lo había visto porque no era capaz de
cerrar mis ojos para ver. Fue la
primera vez que escuché hablar sobre el “Yo
Soy”, que no es más que nuestra divinidad en otra dimensión.
Como dijo un místico sufí hace unos siglos atrás llamado Al Hallaj: “Dios es yo y yo soy Dios cuando dejo de ser yo”. Cuando se
comprende la profundidad de esta frase, entiendes que el cielo no es algo que está
por venir cuando muramos. El cielo, como divinidades que somos, es este
momento. Y el infierno es desear que este momento fuera diferente. Mis idas y
venidas, mis distracciones desde que me despertaba hasta que me iba a dormir:
radio, tele, internet, trabajo, amigos, familia… me habían eliminado a la
esencia que era, sin llegar a reconocerme, sin saber para qué hacía lo que hacía,
sin dejar que el mensaje de la vida fuese escuchado.
Ahora entiendo que muchas veces, permanecer quieto,
tranquilo, sin moverte, no significa que no estés haciendo algo por tus sueños,
por los anhelos de tu alma. A veces la vida crea un espacio sagrado para que
respiremos profundamente, sin ansiedades ni miedos, para que la magia de la
creación sea pura y pueda aquietarnos. Cuando nuestras alas están cansadas de
tanto volar, o se quebaron en alguna caída, el detenernos en ese espacio de paz
para tranquilizarnos hará que veamos de nuevo desde el corazón y podamos seguir
volando.
Cuando vives desde tu presencia Yo Soy, desde la divinidad que eres, practicas el verdadero amor. Y
te das cuenta que no hay nada material que puedan hacerte personas a las que ya
quieres para cambiar ese sentimiento. Es tan bonito salir del dolor de una mala
experiencia con alguien que quieres y descubrir con una sonrisa que después del
vendaval, siempre prevalece el amor… Cuánto sufrimiento me ha aliviado sentir
este amor arrastrándome como un río, mandando más amor a aquellos que permitía
que me dañaran, comprendiéndolos y aceptando como son, pues cada uno actúa en
consecuencia a su nivel en la rueda de la evolución.
Cuando transformo el dolor en amor, mis lágrimas de tristeza
se vuelven una copa del manantial del amanecer, la niebla espesa en el rocío
que los ángeles vertieron en las plantas, los volcanes en verdes praderas donde
recostarse y los huracanes en una brisa fresca matutina. Cuando transformo el
dolor hacia alguien en amor, convierto la evitación de un encuentro con esa
persona en ir hacia él mismo y abrazarla y besarla y decirle que la quieres
porque comprendes en la situación en la que se pueda encontrar y porque en esta
o en otras vidas, tu fuiste así.
La profesora era una mujer muy interesante. Nos iba contando
muchas anécdotas mientras descansábamos cuerpo y mente entre una meditación y
otra. Ella, a parte de haber podido sanar a su padre del cáncer que tenía clínicamente
confirmado con pruebas empíricas y fehacientes, era capaz de saber con dos años
de antelación, cuándo se va a morir alguien. Dos años antes del fallecimiento,
el espíritu va haciendo viajes hacia las otras dimensiones, para que el acople
final, durante la experiencia de la muerte, sea más fácil, más llevadero. Ella
percibía esos viajes de los espíritus de aquellos que se estaban preparando
para dar el salto definitivo al nuevo estado, o más bien, no percibía a las
personas cuando su alma estaba en otro lugar, pasando desapercibida por ella.
También notaba la energía de aquellos que tenían cáncer. Para ella, la gente
con cáncer tenía una energía muy pesada, densa, tanto por la enfermedad en sí
como por la quimioterapia.
Me moría de ganas de preguntarle si veía a Nazaret, si notaba
su energía pesada, si su espíritu seguía con ella. Pero no fui capaz de
preguntarle, tal vez por miedo a su respuesta, o tal vez por respeto a su ser y
al de Nazaret. Ella estaba totalmente entusiasmada, sonreía, era feliz. Había
recobrado energía. Durante en transcurso de los días se olvidó del dolor que
hasta entonces sufría en la pierna trombosada. No le pesaba el tener que ir
caminando algunos trayectos algo más largos de lo que podía caminar últimamente.
Sentía que la búsqueda de su alma vibraba con todo aquello que se nos estaba
presentando a ambas. Y sus experiencias meditativas no eran la de una
principiante, como nos comentaría meses después la profesora.
A veces, para meditar tienes que hacer un acto de fe y
confiar en que aquello que estás recibiendo, no es producto de tu mente. Para
mí eso era lo más complicado. Por eso, en la prueba final del curso, la última
meditación que hicimos, la terapeuta me escogió a mí para ponerla en práctica.
Esta última meditación era una especie de juego real donde teníamos que apuntar
en un papel nombre y apellidos y edad de una persona conocida y en el reverso,
una patología. Al ser la primera vez que probábamos la técnica deberían ser
defectos más groseros, más visibles. Con nosotras lo tenía fácil, pues ninguna
de las dos residía en Zaragoza. El que meditaba tenía que “adivinar”, la
patología que sufría esa persona solo conociendo los datos de su nombre y
apellidos y su edad. Cuando supe de esto, abrí los ojos como platos. No es
posible, pensé. Pero, ya que había hecho el curso y no tenía nada que perder,
me adentré a esta nueva perspectiva. Era el inicio y el final de un ciclo que
había perdurado muchos años conmigo.
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