viernes, 4 de noviembre de 2016

Tu enfermedad como mi metamorfosis: La Historia 45, El Perdón

"El perdón es un regalo que te das a ti mismo"
Suzanne Somers

Nazaret supo encontrar en el perdón otro poder de sanación. Perdonándose primero a ella misma y después al resto del mundo. Dejó de lado los pensamientos negativos que le causaban dolor y enfado y así pudo desamarrar las cadenas con las que se autoaprisionaba. Perdonar no significaba quitarle importancia a lo que sucedió, ni siquiera darle la razón a quienes le hicieron daño de una forma u otra...

El perdón era únicamente para ella misma, sin esperar nada a cambio, ninguna respuesta, ninguna actitud nueva. El perdón fue la liberación del resentimiento al aceptar lo que pasó sin expectativas, sin esperar premios o castigos, como otra expresión del amor que emanaba. Simplemente tuvo que convertirse en la renovación de su alma a diario capaz de eliminar el veneno más destructivo del mundo que el rencor esparce en cualquier espíritu. Nazaret sabía que la persona más importante que tenía que perdonar era a ella misma por toda la situación desde el inicio del embarazo que no se desarrolló de la manera que pensaba y así liberarse de ataduras que empobrecen el alma y enferman el cuerpo. Perdonada desde su corazón, sólo podía mirar los acontecimientos de estos últimos meses, dejarlos ir libres y agradecer a la vida todo el conocimiento que le había convertido en una aprendiz del universo, en una maestra de su alma.

Llegó el momento de ir a Barcelona. Su alma pura, viva y resplandeciente y sus ganas de conocer la vida se enfrentaban con su cuerpo cansado. Aún estaba bastante débil para hacer ese viaje. Pero deseaba ir, sentía esa llamada de buscar alguien que la guiara en lo que su corazón ya sabía, alguien que la ayudase a seguir despertando y a canalizar todo lo que afloraba en ella. Así que, dejándonos guiar por la inercia de un corazón que sabe su camino, buscamos una silla de ruedas para que pudiese recorrer distancias mayores a 500 metros y nos subimos en el tren del nuevo rumbo, de la esperanza, de la verdad. Yo no tenía nada que perder y sí mucho que aprender. 

Llegamos a Barcelona una tarde otoñal de finales de noviembre. Desde que terminé el máster no había vuelto a la ciudad, y Nazaret tampoco. Esa tarde, mientras el taxi nos llevaba al hotel que había reservado, cerca de la consulta, Nazaret hizo las paces con Barcelona. Y el odio por haber disfrutado de su mujer más tiempo que ella durante más de un año, se esfumó.

Después de instalar nuestros enseres en el hotel, paseamos por las calles y entre risas por mi mala conducción, vivimos la necesidad de la silla de ruedas como un juego. Cenamos en un japonés, comida preferida de Nazaret y me dormí con la sensación de estar en un oasis en pleno desierto. A la mañana siguiente iríamos a ver al médico. Pero justo antes de salir, como una señal divina, una de las ruedas de la silla explotó. Un ruido ensordecedor como el de la detonación de una bomba nos dejó un zumbido durante varios minutos en los oídos. Rápidamente una camarera del hotel se aproximó a nuestra habitación. Aún no sabíamos lo que había pasado, obnubiladas por la descarga de adrenalina que recorría nuestros nervios. Hasta que, después de bajar los niveles de estrés, pude fijarme en que el destino de aquella silla no éramos nosotras. Allí no teníamos donde arreglarla y esa misma tarde viajábamos a Zaragoza. ¡Levántate y haz tu camino! Que el camino se hace al andar como dijo Machado. Y con pisadas lentas pero seguras, conseguimos llegar andando a la consulta.

Allí no tuvimos que esperar mucho tiempo en la sala de espera. Él ya se había leído todos los informes que le envié por email y había hecho un resumen. Esperaba conocernos, ponernos cara. Estuvo con nosotras una hora. Había mucho que contar. Según la Nueva Medicina Germánica, el sarcoma en esa localización concreta (interpretado como uterino, aunque ciertamente no sabíamos el origen primitivo), se debía a un conflicto con su identidad sexual. El deseo de ser madre que se frustró al enamorarse de mí, consumado años después. Cuando se soluciona el conflicto emocional es cuando aparece la enfermedad en la mayoría de las ocasiones, que, en algunos casos como el de Nazaret, por localizarse en la capa embrionaria del mesodermo nuevo, describirían como un proceso ya solucionado y que no hay que hacer nada pues ya estaba curada. Sólo apoyar a su cuerpo en su recuperación. El tromboembolismo pulmonar lo explicó como una "supersolución" al mismo conflicto y la trombosis de la vena cava, a un conflicto de pareja, como describí anteriormente.

Sinceramente este enfoque de la medicina me producía mucho vértigo, pero, sin conocer esta nueva doctrina, coincidía exactamente con lo que Nazaret describía, con lo que sentía: que ya había pasado todo y estaba sanada. Todo esto fue fundamentado mucho más científicamente y desde el punto de vista de la lógica, las piezas encajaban a ese razonamiento. Nos contó que llevaba a una paciente con un caso similar, diagnosticada de sarcoma uterino, había drenado vía vaginal el material de deshecho durante unos meses y, posteriormente, al hacerle las pruebas de imagen, el tumor había desaparecido sin otro tratamiento. Se parecía un poco al caso de Nazaret, que aún seguía con su “regla”.  

Nos argumentó que la fiebre era normal, y que podía aparecer en alguna ocasión más, pero que no significaba que era tumoral, sino que sus bacterias, en una de las últimas estapas del proceso, siguiendo la cuarta ley biológica, estaban comenzando a limpiar la zona. Sólo hubo algo que no terminé de encajar. El Dr. Herráez, con increíbles conocimientos tanto de oncología médica como de otras medicinas menos demandadas en occidente, gran profesional también, terminó con la frase de que, si el conflicto volvía, su enfermedad también.

¿Cómo controlar algo que había permanecido años en ella y que hasta pocos meses atrás desconocíamos? Nadie puede asegurar nada. Quizá eso era lo que yo iba buscando. Que alguien, aunque fuese lo más extravagante que había escuchado a pesar de sus fundamentos científicos, me asegurara que Nazaret no se iba a morir aún, que lo haríamos de viejitas como tantas veces lo hablamos, una junto a la otra envueltas en una noche de plata de un sueño eterno. Era ilógico pretender que un desconocido me diera un mapa de vida de Nazaret. Por muchas medicinas que supiera, ni él ni otros profesionales podían darnos fecha y hora de éxitus. Porque para empezar, necesitarían antes conocer la suya propia y aún no conozco a ningún médico que lo sepa más allá de la intuición. Yo no buscaba conocer su fecha de muerte, pero sí la carta de liberación de la condena que arrastrábamos del último ingreso. Seguía buscando un pronóstico diferente al que recibimos. Volviendo la vista atrás entiendo que dar un pronóstico a una enfermedad es toda una temeridad. Primero porque se hace basado en una patología y no en una persona, se rige por una parte de tu cuerpo, si acaso varias, olvidando el resto, despreciando el alma; segundo porque cada uno de nosotros es un universo al completo y está a años luz de distancia de otro humano, con unos planes divinos y terrenales diferentes; y por último, porque conociendo el poder del verbo y las emociones, somos capaces de autoprogramarnos y condenarnos nosotros mismos con las palabras que el profesional pronuncie. El tiempo es tan relativo que un año se puede vivir como una vida y toda una vida como un año...

Al terminar la consulta, ella salió pletórica, habiéndose reforzado lo que sentía desde que despertó. Después de muchas vidas había quemado todos sus miedos y, de aquella hoguera, renació de sus cenizas. El fuego de la enfermedad la incendió con sus brasas, incendiando también su alma, su amor, su mirar, su sed de ella completa, como un todo. En ella todo ardía sin poder volver atrás, pues el fuego sagrado no admitía atajos. 

Yo salí confusa. Tenía que hacer el salto de fe y no sabía cómo encaminarme hacia el vacío más absoluto y aterrador. Necesitaba eliminar esa sensación que suele producir la desnudez ante el auditorio de la vida, mientras nos contempla desde su butaca, vestida de miradas enjuiciadoras, y empezar a reconocerme, a ver sólo ese punto que tomé como referencia, a sentirme cómoda en mi piel, más allá de la ropa que llevaba puesta. Necesitaba comenzar a a sentirme relajada frente a mi propio espejo y recordar que hay momentos en que lo que te deja sin aliento, es lo único que te ayuda a respirar.

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