lunes, 21 de noviembre de 2016

Tu enfermedad como mi metamorfosis: La Historia 52, La Mujer Sol

"Debemos estar dispuestos de librarnos de la vida que planeamos, para lograr tener la vida que nos está esperando"
Joseph Campbell

Algunos creen que se convirtió en sol, otros dicen que su alma se encendió de tal forma que su resplandor puede llegar a cegar a quienes la miren directamente. Ella, con ojos de plata y miel tenía el reflejo de las estrellas dibujado en sus ojos. Sabía que el amanecer no se contemplaba desde una cornisa, sino que se vivía desde dentro...

 Ella que en una cálida primavera se olvidó de hasta su propio templo y comenzó a volar. Espejo para muchos, intuitiva como pocos, brillaba con la incandescencia de una luz inagotable. Vivía viviendo, sin procesar, sin entender y cuando se apartó de los “peros” y “es ques” la vida empezó a otorgarle chispas de colores. 

Ella soñaba, vivía, sentía y comprendía. Habitaba lo que fue, es y será. Sus manos se habían convertido en extensiones de su alma y al rozarte te inundaban con la calidez de un atardecer. Sus ojos reflejaban la luz de quien despierta en un nuevo amanecer único, y sus palabras eran los destellos del fuego que se derramaba en su ser. Ella, sin justificaciones ni mapas, se había convertido en la mujer sol.

Pocos días después llegaría el cumpleaños de Nazaret. Yo no sabía si sería el último, pero había aprendido a celebrar todos los días como si no existiera un mañana. Así que le preparé una fiesta sorpresa para su 31 cumpleaños. Muy sorpresa no fue, pues estábamos tan unidas la una a la otra que mantener secretos era difícil aún sin hablar. No necesitábamos materializar con palabras lo que nuestro corazón se hablaba. Se reunieron todos los amigos y familiares que se pudieron acercar, sobre una treintena. Y en medio del campo, pasamos una tarde de te, cantos y risas. 

Nazaret estaba contenta y, a pesar de que conforme caía la noche sus fuerzas abandonaban su cuerpo, agradecía aquel precioso día acompañada de tantas personas queridas. Nos reímos mucho con mi regalo. Ella siempre había querido un taladro (“guarrito” como lo llaman allí), pero nunca había pasado por mi cabeza regalárselo, primero porque no me parecía un regalo como tal y segundo porque yo no era muy ducha con las herramientas. Pero para ese cumpleaños me tiré al fango y me puse a investigar sobre modelos y habilidades, haciéndome una experta en esta herramienta. Y le compré un último modelo con todas sus brocas y otra piezas. ¡Estaba loca de contenta cuando lo vio! ¡Y yo llorando… de risa! Una risa que contagió al resto y que, por un instante, de nuevo, nos transportó al principio de nosotros mismos, a nuestra esencia.

Recuerdo que fue un día soleado y meditamos en las hamacas bañadas por el sol. Ella se nutría de mi pena hasta que ya no la sentía. Abonaba mi tierra con caricias y cultivaba mi piel al sol de la suya, tumbadas en las hamacas como cada tarde. Ella le devolvió el sonido a mi mar y en el calor de su arena enterró mis miedos. Me invocaba hasta que llegué al escalón en el que ella vibraba, me invadía hasta llenar mis vacíos e inventarme de adentro para fuera. Y así siempre, cambiando mi pasado por su presente para que, con cada recuerdo, sonriese.

Una de las cosas más curiosas de la consciencia humana es que está enamorada de la estabilidad. Nos creímos el cuento de que la estabilidad es algo deseable. Luchamos por ella; pensamos que sin estabilidad y seguridad no somos nadie, que podríamos no existir o ser aniquilados. Yo me encontraba en campos vibracionales inferiores, donde la mayoría tiene miedo a la muerte o al cambio.  Nazaret ya había conseguido romper esta barrera. Yo había visto la luz y seguía luchando, sin percatarme que si no soltaba, si no dejaba ir y terminaba con la lucha, no conseguiría mi transformación personal. La lucha solamente aleja, pues no deja de necesitar "algo" contra lo que luchar. Y al final, en la vida, lo que desune no lleva a la verdad, a la paz, al origen. La estabilidad de la que disfrutábamos aquellas semanas nos nutrieron de fuerza y esperanza. Ella estaba tan bien, que todo parecía posible. Pero pronto dejaría de existir.

Días después, a mediados de enero, Nazaret comenzó con dolor abdominal agudo, justo en la zona del bajo vientre, a nivel de la cicatriz por debajo del ombligo. Al principio se aliviaba con paracetamol pero en pocos días llegó hasta tal punto que no podía rozarle nada y le costaba trabajo andar. Dos o tres días antes había terminado su última “regla”, tras 3 meses sangrando a diario, para eliminar todos los deshechos de su cuerpo y recomponerse de nuevo. La celebración del fin del sangrado dio paso a la preocupación de aquel bulto que había aparecido sin tregua ni aviso.

La brisa fresca que nos había acompañado desde nuestra vuelta de Zaragoza se consumía en nuestros pensamientos, en los nuevos sentimientos que estaban apareciendo, viejos conocidos. Yo estaba alterada, nerviosa, con pánico. No quería volver a pasar por todo aquello de nuevo. No quería más ingresos, más complicaciones, más sufrimiento. No quería que aquellas emociones tan tóxicas y con olor a podredumbre volvieran a apoderarse de mí, mientras sentía como me acechaban, muy cerca, por mi espalda, esperando un descuido para entrar, para desfigurarme, para descenderme a los infiernos  en los que por tanto tiempo me había condenado. No quería que vinieran porque sabía que estaban, y que mi fortaleza aún no era la precisa para sobreponer mi luz, aún joven y débil en mi viejo ser, a mi propio diablo que era yo misma.

Habíamos dado un “hasta luego” a los oncólogos. Solo hacía poco más de un mes que nos habían dado de alta por última vez, sólo habían transcurrido unas semanas desde que conociera nuestro verdadero potencial, nuestra verdad. Por eso, intentaba no sumirme en mi infierno de nuevo mediante la evasión. Era la médica de la familia, y mi actitud de huida con respecto a la enfermedad en Nazaret la ponía muy intranquila. Pero ella no llegaba a comprender que era la persona a quien más quería y en esas circunstancias no eres profesional, sino alguien que intenta enfrentarse de nuevo a sus demonios de la mejor forma posible para no perjudicar a quienes te rodean.

En mi cabeza se cruzaban todo tipo de posibilidades, pero la que más me consumía era pensar que aquello era una recidiva local del cáncer, que había crecido de forma exponencial dada su agresividad y ya era demasiado tarde para actuar. Me fustigaba entonces como si fuese culpable y merecedora de castigo por haber rechazado las opciones médicas que nos brindaron antes de salir del hospital. Me martilleaba de nuevo y sin piedad por la necedad que habíamos cometido. Sólo el ego hablaba, dejando al alma de nuevo encerrada tras los barrotes del sufrimiento. 

Había escalado una montaña al conseguir encontrar a mi alma y reconocerla de entre el hastío interior que era, pero no había tenido tiempo para fortalecerme en los valles y poder continuar la escalada de la siguiente cima. Pensaba en el fin y toda mi realidad se hundía. A pesar de haber visto la luz, claramente tenía aún muchos muros que derribar y demasiadas capas de cebolla de las que despojarme. Aquellas dos pruebas que semanas previas habíamos resuelto sin acudir al hospital con sentido común, eran la preparación del siguiente reto. Pero el reloj de la vida movía las ajugas muy rápido y no se detenía para tomar aliento, para encontrar la senda que muchas veces queda oculta tras la maleza. No podía ver que mis problemas eran los tesoros de mi vida. Eran mi manera de aprender, la parte oscura de mi identidad con la que no quería lidiar ni aceptar. Me llevaban hacia todo lo contrario que manifestaba de cara a los otros, mi sombra me conducía hacia una fragilidad no experimentada hasta entonces, hacia una inseguridad que me desarmaba, hacia un miedo que terminaba en huida y parálisis. Pero esa, solo esa, era la única forma de redimirme.

Los humanos amamos tanto nuestros dramas que nos perdemos en el proceso de procesar. Procesar puede convertirse en una manera de vivir pero poco útil, pues se convierte en un banquete que nos nutre. Nuestros dramas deben ser examinados, pero hay que dejar de aferrarse a esas joyas del pasado y de tener tanto miedo de resolver esos temas por creer que si lo haces, ya no habrá nada emocionante en nuestra vida, habrás cortado el feeback de la emoción basura que te atrapaba. Por eso, es positivo dejar el examinar en perspectiva.


Nazaret, serena, me mostraba con claridad que la situación no genera el sentimiento, sino que somos nosotros quienes generamos cualquier sentimiento que deseemos sentir en cada situación en particular. Si no, ¿por qué yo estaba desesperada y ella tranquila en las mismas circunstancias? Porque es así como ambas decidimos estar. Ella había conseguido romper el hábito de la respuesta emocional negativa. Yo seguía automatizando los sentimientos, a pesar de que nunca deberían serlo. Pero la manera en que sentimos, era en algún punto, una decisión consciente. Y al ser consciente, los sentimientos se pueden ignorar, incrementarlos, o decidir crear uno totalmente nuevo. Nazaret aprendió a vivir en los sentimientos que más útiles eran, aquellos que la llevaban a una verdadera y maravillosa comunión con su ser. Ella sabía la repercusión tan profunda que tienen los sentimientos en la vida, y por eso había elegido aquellos que le daban verdadera fuerza y poder al propósito último que vivía dentro de su alma. Y entre ellos, a modo de yin-yang, se cargaba de amor para contrarrestar mi miedo y se volvía el sol que hacía resurgir a mi alma.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Gracias por participar en esta página