viernes, 25 de noviembre de 2016

Tu enfermedad como mi metamorfosis: La Historia 53, La Felicidad

"Hay dos maneras de difundir la felicidad, ser la luz que brilla o el espejo que la refleja"
Edith Wharton


La felicidad es la sonrisa de un bebé en brazos de sus padres, es el canto de un pájaro en la copa de un árbol, son las canas de un pelo enraizado y fuerte. La felicidad no hay que buscarla, viene sola cuando somos capaces de sentir desde el corazón y olvidar lo que fuimos por un instante... 

No es ni buena ni mala, no tiene polaridad aunque todos la busquemos, pues es un estado que transciende cualquier dicotomía. Tampoco es una situación, pues no va ligado a lo que vivimos fuera de nosotros, de lo que realmente somos. La felicidad es un vaso de agua en una boca sedienta de frescor y transparencia, un abanico para los que siguen atrapados por el fuego que consume y no redime. 

La felicidad era disfrutar del sentido que Nazaret le había devuelto a su vida y compartir en su reflejo la dicha que mostraban sus ojos. Es el sonido del silencio atravesando la montaña, recordándote que en el vacío aún eres. La felicidad es experimentar cómo tus manos siembran lo mejor de ti y son capaces de arrancar la maleza que te cubre, cómo tu voz reta a tus demonios y les ordena unirse al todo que eres. Es dejar a los demás ser lo que son, sin tratar de forzar, manipular y controlar y convertirte en tu propio maestro desde el silencio, cultivando tu ser interno.

Tomamos la decisión de llamar al cirujano. Aquel que quería reintervenirla cuanto antes en un acto paternofilial, nos había dado su número de teléfono personal. Al ponerlo más o menos en antecedentes, nos citó para que acudiéramos al hospital a la mañana siguiente. El dolor agudo había impedido que Nazaret pudiera seguir dando sus pasos firmes hacia delante, así que tuvimos que buscar una silla de ruedas en el hospital para poder trasladarla entre pasillos inundados por personas que solo sabían mirar al suelo. Volver a donde habíamos deseado no hacerlo podría interpretarse como una derrota o una traición a lo que no estaba en consonancia con la nueva forma de vivir. Sin embargo, era lo único que conocíamos cercano a donde acudir, y el sentido común ganó al ego que siempre pone límites aunque sea hacia la otra parte, la espiritual que rechaza lo que no tiene que ver con ella. 

Esa misma mañana, aquella hinchazón se volvió más familiar y un color rojizo con una temperatura mayor que el resto de cuerpo nos dijo que aquello, lejos de ser un tumor, se trataba con casi toda probabilidad de una infección, un absceso. Ante este nuevo enfoque, yo estaba exultante y mis emociones me llevaban sin rumbo como lo hace una veleta movida al azar.

Cuando leí sobre la Nueva Medicina Germánica, recordé que una ley, la cuarta, hablaba sobre la infección para terminar con el proceso de curación. No debía tratarse de una infección cualquiera. Tenía que deberse a unos pocos microorganismos específicos. Así que, si se confirmaban mis expectativas y aquello era una infección, y además el microorganismo causal era un Escherichia coli, uno de los más antiguos del mundo; todo estaría desarrollándose según esta medicina. Y este microorganismo no actuaría como un agente patógeno, sino como un soldado destructor de los restos de tumor que pudieran existir. Todo estaría abogando hacia la curación.

Al llegar a la consulta de cirugía, el médico confirmó mis sospechas. Se trataba de un absceso y pocos días después nos corroboraron que la bacteria que había crecido era la que presumía, el Escherichia coli. Quiso hacerle otro TAC, más que por confirmar este diagnóstico, para reevaluar su estado y el resto del abdomen, ahora que había dejado de drenar por vagina, supongo que, con vistas a la operación. 

Pero para nosotras, el resultado de la última prueba de imagen, lejos de servirnos como pilar en el que apoyarnos para urdir en favor de la propuesta del cirujano, nos condujo a aferrarnos en la actitud que habíamos tomado, significaba otra victoria más: la “masa” estaba desapareciendo, los coágulos ya no estaban. No había restos de metástasis en los órganos que se podían evaluar. Sólo se veía la trombosis que la acompañaba desde el principio, en una de las grandes venas, justo por debajo de donde tenía colocado el filtro de la sangre y aquella "pelota" residual que, a la vez que disminuía de tamaño, se estaba endureciendo conforme pasaban los días.

Decidieron drenar el absceso a base de bisturí, con un corte, pues estaba muy superficial, e ingresarla de nuevo para administrarle antibióticos por la vena. El oncólogo de Barcelona ya nos había comentado que el tratamiento antibiótico no sólo produce resistencias, sino que aumenta excesivamente el cansancio, alargando la fase de recuperación del paciente. Además, al erradicar el microorganismo, le estás impidiendo que realice adecuadamente su función que no es más que convertir todo el tejido muerto y tumoral en detritus para eliminarlo del cuerpo, se estaría favoreciendo la progresión tumoral.

Esta nueva visión de la infectología para mí era cuanto menos desconcertante, por no decir, disparatada. Para mí los microorganismos siempre habían sido considerados como algo externo que había que exterminar, los causantes de todo mal. Ahora sé que tampoco es esa la realidad. El que tengamos más bacterias que células en nuestro cuerpo tiene que ser por algún motivo que desconocemos. Así que también creo posible la simbiosis que nos aportan, no sólo a nivel intestinal, la más conocida, sino a un nivel más amplio, a nivel global. Pero cierto era que, sin creer en esa medicina más de lo que el conformismo de Nazaret me daba, se había cumplido la cuarta ley biológica en ella al dedillo y eso al mismo tiempo me asustaba y me alegraba, pues no sabía hasta qué punto mi cordura se podía ver afectada. Habían transcurrido tres meses desde la gran intervención, tiempo ya algo excesivo para que apareciese el absceso de pared. Así que, mi postura ante los antibióticos también se estaba tambaleando y por lo menos dejaba en duda la posibilidad de que aquella infección fuese beneficiosa.

En el hospital no había piedad, y, con dos tipos de antibióticos diferentes, no quedaría bacteria que viviese. Pero si realmente fuésemos capaces de quitarle la vida a aquellos seres que forman la mayoría de nuestro cuerpo, se debería materializar en alguna consecuencia física, pues de forma tangible, se muere algo más de la mitad de nosotros, de lo que somos. Otra opción es que no se mueran, que la mayoría de los microorganismos que conforman nuestro cuerpo sean resistentes. Entonces surgiría otra hipótesis, que no todos los microorganismos resistentes son patógenos y pueden cohabitar con el resto de nuestras células, desmitificando la asociación entre bacteria resistente y enfermedad.

Nos preguntaron si queríamos ingresar en la planta de oncología o en la de cirugía. Sin dudarlo, Nazaret respondió que la internasen donde fuese excepto en oncología. Quería evitar el aroma a muerte, pues no había una planta, un pasillo o un ala del hospital dedicado a enfermos moribundos y allí estaban mezclados los que sabían que su final estaba cerca, con aquellos que acababan de saber que empezaban una nueva carrera en su vida, un nuevo camino. Quería huir de los sentimientos de derrota y decepción, que pudiesen alterar su estado de eterna quietud. Quería descansar tranquila, sin interrupciones que hiciese de la noche una agonía. Quería volver a recuperarse, feliz, en paz y vivir.

Para Nazaret la felicidad consistía en ir dando pasos cada día y cada instante en un camino que es eterno pero pleno de sentido, y estar en conexión con nuestra esencia, con nuestro sentido vital y trascendental que nos recuerda que merece la pena. Nazaret en aquel ingreso me enseñó cómo se puede estar triste, por volver al hospital, pero ser feliz a la vez, ya que la felicidad no depende de las emociones, sino de quiénes estamos dispuestos a ser y quiénes estamos siendo. Y eso era algo que ella tenía absolutamente claro.


Se podría decir que la felicidad se mueve a través de ondas, y siempre que hay un pico de subida, hay otro de bajada que parece más hondo que el de subida. Pero con el tiempo y las experiencias, esa brusca bajada sólo es un indicador de que pronto subirás otra vez, un poquito más alto que la vez anterior. 

En la felicidad hay lugares convertidos en ondas en nuestro ser que tenemos que iluminar para dar más sentido a nuestros pasos. Nazaret le había dado pleno sentido a su enfermedad y por eso se había deshecho de la ignorancia y la irresponsabilidad de repetir las mismas acciones, como habíamos hecho hasta el momento en que “despertó”, verdugas de la infelicidad, donde creíamos que éramos felices arropadas en el materialismo que nos invitaba a encontrar la felicidad en objetos y de forma rápida. Ella fue capaz de romper el bucle en el que habíamos entrado, donde la vida no tenía ningún sentido. Un actor famoso comentó que deseaba que todo el mundo ganase todo el dinero que deseara y se cumpliesen todos sus sueños para que se diesen cuenta de que eso no da la felicidad. La felicidad es cuestión de responsabilidad. Y no se puede compartir, como mucho contagiar.

1 comentario:

Gracias por participar en esta página