"En los momentos de crisis, sólo la imaginación es más poderosa que el conocimiento"
Albert Einstein
Ella era luna y también las estrellas. Danzaba en la bruma y,
en raras ocasiones pero existentes, sucumbía ante el miedo sin hacerla por ello
menos fuerte. Era un poco de azúcar con algo de sal, mezcla de limón y cayena,
luces multicolores, un poco de violeta envuelta en azul. Ella y solo ella,
porque no sabía ser otra cosa, era lluvia en el desierto, cargada de bendiciones capaz de hacer crecer cualquier cosa...
Ella, agotada de guías y libros para
aprender a vivir, prefería encontrarse en la simpleza de las experiencias que traen una moraleja, prefería quedarse quieta cuando todos corrían. Ella, rodeada de gente,
sabía que no debía apoyarse en nadie ni nada, que era su propio templo, aunque
hubo un tiempo en que se olvidó de ella misma, como la mayoría, pero resurgió
con la fuerza de un ciclón para volar con las alas más hermosas vistas.
Ella se
preguntaba si alguna vez alguien llegó a conocer su verdadera esencia, mezcla
de lenguaje, luz y color. Esa que había resurgido para rescatarla de las
tinieblas y mostrarle que los abismos no son más que sueños mal estructurados.
Ella espejo de pocos y ejemplo de muchos, manejaba el arte de la intuición como
ninguna, danzando en los límites de lo desconocido y etérico.
Un día plantó una semilla, y con el paso de las estaciones
nació una hermosa flor azul. Dicen que ella se convirtió en viento, que sus
ojos se cerraron para ver lo verdadero, que muere y nace cada vez que lo
necesita. Mujer mariposa, corazón de fresa y nata, nunca dejes de vivir en el latido
de mi alma.
Gracias a la vida, sólo tuvo ese pico de fiebre aislado, y,
al día siguiente, aunque un poco más cansada, estaba perfecta. Era la primera
vez que afrontábamos una situación médica sin acudir a un hospital cuando
sabíamos que, por sus circunstancias especiales, el ego mandaba pensar que era
lo más sensato. Aquello fue todo un reto para mi ego, para mi mente y para mi
cuerpo. Pero la valentía de Nazaret y su sentido común, eran más fuertes que
nuestros miedos. Y la fiebre, en cuestión de unas horas se desvaneció junto con
nuestro pánico.
Se acercaba la Navidad. Y ambas teníamos ganas de volver a
meditar en grupo. La fuerza del grupo siempre era mayor que la individual
cuando se está en sintonía y se vibra a un nivel similar. Así que, buscamos un
retiro en una casa de campo en la falda de Sierra Nevada. En este lugar, a
parte de ofrecernos meditación, también nos animaban a practicar yoga y Qi
gong, ambas artes desconocidas para mí hasta ese momento. El lugar era idílico,
con la montaña al alzar la vista hacia arriba y el lago si oteabas el horizonte, uniendo simbólicamente lo interno con lo externo, arriba y abajo, cielo y tierra. Estuvimos
tres días, justo antes de nochebuena. La conexión que experimentamos no fue tan intensa como la vivida en Zaragoza, pero aún así, el vínculo que
nos aportaba estar cerca de la naturaleza era envidiable. Cuando terminábamos
las actividades que estaban programadas, ambas nos íbamos a la sombra de un
olivo a meditar en contacto directo con aquel sabio centenario y nos
mimetizábamos y nos llenábamos de él, de su energía.
Nazaret tenía problemas con algunos estiramientos y posturas
concretas, sobre todo las que implicaban a la zona abdomino-inguinal. Al forzar
alguno de los movimientos para los que antes solamente tenía que coger un poco
de aire, dada su flexibilidad, tuvo alguna molestia. Pocas horas después
comenzó a manchar de forma más abundante y con un color más rojizo de lo que
aquella “pseudorregla” que ya duraba
dos meses, solía tener.
En plena naturaleza, sin más medios que el coche y el
teléfono, afrontábamos otra nueva prueba. De nuevo el miedo fue la emoción que
nos acompañó. De nuevo, mi ego seguía yéndose al futuro, sin aprender en el
presente, cometiendo los mismos errores, la mayoría conmigo misma; reviviendo
la ansiedad, el miedo, el desaliento de no saber dónde acudir, la
responsabilidad de tener yo la última palabra para decidir su destino, para darle
opciones desconocidas la mayoría para mí, para que me enfrentara cara a cara a lo que era.
Aquella situación me enviaba a un suntuoso fuego que cubría con su manto rojo nacarado
una hoguera invitándome a entrar en él. Pero yo me resistía porque mi miedo era
mayor que mi amor, hasta que llegaba un momento donde, sin quedarme opciones, el
fuego se imponía a la noche y entre sombras decidía entrar en las llamas de
aquello que brillaba. Entonces encontraba que ese fuego llevaba conmigo desde
mi nacimiento y era el único capaz de purificar a mi alma, que aquel miedo por
quemarme se había transformado en una bendición capaz de enviarme al gozo de
saberse en la confianza de la vida.
Ella se administraba diariamente su tratamiento
anticoagulante con heparina y esa sangre podía indicar el inicio de una
complicación por sangrado. Mi mente barajaba todas las opciones como una ruleta
rusa. La incertidumbre nos hacía acercarnos a los recuerdos más recientes,
marcados la mayoría por una gran prueba física para Nazaret y espiritual para
mí. A veces no quería ver y echaba la vista hacia atrás. Otras en cambio,
quería correr demasiado y me adelantaba de forma caótica y desorganizada. Aún
no había tomado la responsabilidad verdadera, aún no me había empoderado y
confiado en mí, en ella y en la divinidad que nos rodeaba.
Claro que con los
antecedentes de Nazaret, resultaba más complicado. La había visto tantas veces
muerta en tan poco tiempo, que al final esa emoción se había quedado impregnada
en mis células y ante el detalle más insignificante saltaban mis alarmas y me
volvía más vulnerable que ella. Decidimos de nuevo, no sin antes hacerle un
exhaustivo reconocimiento médico dentro de mis posibilidades e instrumentos de
trabajo que llevaba conmigo, volver a confiar en la gracia de su presencia Yo Soy, de
su divinidad hecha materia. Ella había estado ya en una cárcel, y había abierto
las puertas para no cerrarlas más. Ya no podía estar encerrada en medio del
cielo. Ella sabía que la oscuridad y las tinieblas que antes ocultaban su mirada
anidaban en las entrañas del sol.
Y así fue como, sin hacer nada, poco a poco el sangrando se
fue controlando hasta volver a sus cauces habituales. Mientras tanto, entre
mantras y mantas, realizábamos las actividades programadas, Nazaret con más
cautela y sin forzarse. Y yo con un ojo en ella y otro en mí. Decidimos que la
naturalidad y la espontaneidad de ser nos acompañase en ese viaje.
Aquellas dependencias estaban dirigidas por un maestro en artes
marciales, al que conocimos puntualmente en un evento musical donde también
llevaba el mando instrumental. Antes de irnos, el discípulo que sin saberlo era
más maestro que su propio maestro, nos regaló una cinta para que pidiéramos un
deseo y la colocásemos en el olivo que tanto nos había enseñado durante
nuestras meditaciones. Normalmente no solía hacer este tipo de regalos, pero tuvimos
la suerte de quien no busca. Ambas las colgamos, emocionadas. Y ni ella ni yo
pedimos su recuperación, sino llevar todo lo que nos quedase por pasar con toda
la paz y el amor que necesitásemos. Sabíamos que Nazaret estaba sanada y lo que
le pasase a su cuerpo era algo importante pero menos trascendental, pues por
fin comprendíamos que éramos algo más que un cuerpo físico.
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