miércoles, 16 de noviembre de 2016

Tu enfermedad como mi metamorfosis: La Historia 50, Ella

"En los momentos de crisis, sólo la imaginación es más poderosa que el conocimiento"
Albert Einstein

Ella era luna y también las estrellas. Danzaba en la bruma y, en raras ocasiones pero existentes, sucumbía ante el miedo sin hacerla por ello menos fuerte. Era un poco de azúcar con algo de sal, mezcla de limón y cayena, luces multicolores, un poco de violeta envuelta en azul. Ella y solo ella, porque no sabía ser otra cosa, era lluvia en el desierto, cargada de bendiciones capaz de hacer crecer cualquier cosa...

Ella, agotada de guías y libros para aprender a vivir, prefería encontrarse en la simpleza de las experiencias que traen una moraleja, prefería quedarse quieta cuando todos corrían. Ella, rodeada de gente, sabía que no debía apoyarse en nadie ni nada, que era su propio templo, aunque hubo un tiempo en que se olvidó de ella misma, como la mayoría, pero resurgió con la fuerza de un ciclón para volar con las alas más hermosas vistas. 

Ella se preguntaba si alguna vez alguien llegó a conocer su verdadera esencia, mezcla de lenguaje, luz y color. Esa que había resurgido para rescatarla de las tinieblas y mostrarle que los abismos no son más que sueños mal estructurados. Ella espejo de pocos y ejemplo de muchos, manejaba el arte de la intuición como ninguna, danzando en los límites de lo desconocido y etérico.

Un día plantó una semilla, y con el paso de las estaciones nació una hermosa flor azul. Dicen que ella se convirtió en viento, que sus ojos se cerraron para ver lo verdadero, que muere y nace cada vez que lo necesita. Mujer mariposa, corazón de fresa y nata, nunca dejes de vivir en el latido de mi alma.

Gracias a la vida, sólo tuvo ese pico de fiebre aislado, y, al día siguiente, aunque un poco más cansada, estaba perfecta. Era la primera vez que afrontábamos una situación médica sin acudir a un hospital cuando sabíamos que, por sus circunstancias especiales, el ego mandaba pensar que era lo más sensato. Aquello fue todo un reto para mi ego, para mi mente y para mi cuerpo. Pero la valentía de Nazaret y su sentido común, eran más fuertes que nuestros miedos. Y la fiebre, en cuestión de unas horas se desvaneció junto con nuestro pánico.

Se acercaba la Navidad. Y ambas teníamos ganas de volver a meditar en grupo. La fuerza del grupo siempre era mayor que la individual cuando se está en sintonía y se vibra a un nivel similar. Así que, buscamos un retiro en una casa de campo en la falda de Sierra Nevada. En este lugar, a parte de ofrecernos meditación, también nos animaban a practicar yoga y Qi gong, ambas artes desconocidas para mí hasta ese momento. El lugar era idílico, con la montaña al alzar la vista hacia arriba y el lago si oteabas el horizonte, uniendo simbólicamente lo interno con lo externo, arriba y abajo, cielo y tierra. Estuvimos tres días, justo antes de nochebuena. La conexión que experimentamos no fue tan  intensa como la vivida en Zaragoza, pero aún así, el vínculo que nos aportaba estar cerca de la naturaleza era envidiable. Cuando terminábamos las actividades que estaban programadas, ambas nos íbamos a la sombra de un olivo a meditar en contacto directo con aquel sabio centenario y nos mimetizábamos y nos llenábamos de él, de su energía.

Nazaret tenía problemas con algunos estiramientos y posturas concretas, sobre todo las que implicaban a la zona abdomino-inguinal. Al forzar alguno de los movimientos para los que antes solamente tenía que coger un poco de aire, dada su flexibilidad, tuvo alguna molestia. Pocas horas después comenzó a manchar de forma más abundante y con un color más rojizo de lo que aquella “pseudorregla” que ya duraba dos meses, solía tener.

En plena naturaleza, sin más medios que el coche y el teléfono, afrontábamos otra nueva prueba. De nuevo el miedo fue la emoción que nos acompañó. De nuevo, mi ego seguía yéndose al futuro, sin aprender en el presente, cometiendo los mismos errores, la mayoría conmigo misma; reviviendo la ansiedad, el miedo, el desaliento de no saber dónde acudir, la responsabilidad de tener yo la última palabra para decidir su destino, para darle opciones desconocidas la mayoría para mí, para que me enfrentara cara a cara a lo que era. Aquella situación me enviaba a un suntuoso fuego que cubría con su manto rojo nacarado una hoguera invitándome a entrar en él. Pero yo me resistía porque mi miedo era mayor que mi amor, hasta que llegaba un momento donde, sin quedarme opciones, el fuego se imponía a la noche y entre sombras decidía entrar en las llamas de aquello que brillaba. Entonces encontraba que ese fuego llevaba conmigo desde mi nacimiento y era el único capaz de purificar a mi alma, que aquel miedo por quemarme se había transformado en una bendición capaz de enviarme al gozo de saberse en la confianza de la vida.

Ella se administraba diariamente su tratamiento anticoagulante con heparina y esa sangre podía indicar el inicio de una complicación por sangrado. Mi mente barajaba todas las opciones como una ruleta rusa. La incertidumbre nos hacía acercarnos a los recuerdos más recientes, marcados la mayoría por una gran prueba física para Nazaret y espiritual para mí. A veces no quería ver y echaba la vista hacia atrás. Otras en cambio, quería correr demasiado y me adelantaba de forma caótica y desorganizada. Aún no había tomado la responsabilidad verdadera, aún no me había empoderado y confiado en mí, en ella y en la divinidad que nos rodeaba. 

Claro que con los antecedentes de Nazaret, resultaba más complicado. La había visto tantas veces muerta en tan poco tiempo, que al final esa emoción se había quedado impregnada en mis células y ante el detalle más insignificante saltaban mis alarmas y me volvía más vulnerable que ella. Decidimos de nuevo, no sin antes hacerle un exhaustivo reconocimiento médico dentro de mis posibilidades e instrumentos de trabajo que llevaba conmigo, volver a confiar en la gracia de su presencia Yo Soy, de su divinidad hecha materia. Ella había estado ya en una cárcel, y había abierto las puertas para no cerrarlas más. Ya no podía estar encerrada en medio del cielo. Ella sabía que la oscuridad y las tinieblas que antes ocultaban su mirada anidaban en las entrañas del sol.

Y así fue como, sin hacer nada, poco a poco el sangrando se fue controlando hasta volver a sus cauces habituales. Mientras tanto, entre mantras y mantas, realizábamos las actividades programadas, Nazaret con más cautela y sin forzarse. Y yo con un ojo en ella y otro en mí. Decidimos que la naturalidad y la espontaneidad de ser nos acompañase en ese viaje.


Aquellas dependencias estaban dirigidas por un maestro en artes marciales, al que conocimos puntualmente en un evento musical donde también llevaba el mando instrumental. Antes de irnos, el discípulo que sin saberlo era más maestro que su propio maestro, nos regaló una cinta para que pidiéramos un deseo y la colocásemos en el olivo que tanto nos había enseñado durante nuestras meditaciones. Normalmente no solía hacer este tipo de regalos, pero tuvimos la suerte de quien no busca. Ambas las colgamos, emocionadas. Y ni ella ni yo pedimos su recuperación, sino llevar todo lo que nos quedase por pasar con toda la paz y el amor que necesitásemos. Sabíamos que Nazaret estaba sanada y lo que le pasase a su cuerpo era algo importante pero menos trascendental, pues por fin comprendíamos que éramos algo más que un cuerpo físico.

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