miércoles, 2 de noviembre de 2016

Tu enfermedad como mi metamorfosis: La Historia 44, Las verdaderas alternativas

"El buen médico trata la enfermedad, el gran médico trata al paciente que tiene la enfermedad"
William Osler

A veces podría resumir la vida en castillos vacíos derribados, creados y creídos por mí como mis cimientos, mas solo exhibían los escombros de lo que era que pude aprovechar después para, con orden, crear una casa pequeña donde no se pueda acumular y se tenga que soltar para recibir...

Tal vez toda nuestra historia se resuma en tener muchos errores en nuestro haber para aprender, en derramar lágrima tras lágrima para sanar, en volcarte en el otro hasta que sentimos que duele demasiado el abandono que nos causamos. Quizá todavía sea una niña aprendiendo a caminar, pero allá voy, con el alma encendida de tanto intentar llegar a la meta, hasta que por fin la respuesta aparezca en el momento indicado. Sólo al caminante se le revelan los mayores secretos, pues nació para algún día encontrarse.

Los días después del alta estuvieron aderezados con un sabor agridulce. Descánsábamos por fin, tranquilas, en casa. Pero no había nada que pudiese devolverme a aquella que fui antaño. Buscaba la niña interior que me devolviera la sonrisa, la inocencia, la empatía por lo que me rodeaba. Me buscaba para recomponerme y que se extirpase el sufrimiento que me conducía al abismo de mí misma. Quería cerrar los ojos y olvidar lo cercano para volverlos a abrir y recordar lo lejano. Ya nunca sería la misma de todas formas, pero aquello que se hacía pasar por mí, a la vez que me asustaba, me resultaba extraño. Estaba vacía y sólo conectaba cuando miraba a los ojos de Nazaret, espejos de su alma.

Ese brillo hipnótico me transportaba un poco más cerca de casa, me llevaba más hacia mí misma. Mientras estaba apartada de su mirada sólo tenía dos objetivos: uno cumplir con la obligación de trabajar y otro, encontrar la manera de curarla. Y así conocí múltiples alternativas, leí bastantes artículos y escuché cientos de conferencias. Lo primero que hicimos en paralelo con lo que ya había programado, el viaje a Barcelona, fue contactar con el Dr. Martí Bosch, oncólogo pediátrico, formado en diferentes universidades de Europa y Estados Unidos, especialista en otro enfoque científico de la enfermedad y con un tratamiento bastante interesante basado en erradicar la acidez humoral que crea el cáncer. Tenía una lista de espera de meses, casi años, pero por medio de un ángel de nuevo, conseguí su email y pude explicarle nuestra historia. Pocas semanas después recibiría una respuesta en mi correo electrónico con el tratamiento que consideraba mejor para Nazaret hasta poder visitarla en consulta. Al leerlo, ella lo desestimó. Eran más de 20 comprimidos al día, cantidad excesiva desde su parecer y para ella, no dejaban de ser medicamentos con excipientes y demás, no dejábamos de ceder el poder a una pastilla.

También conocí el caso de la Dra. Odile Fernández, una médico de familia que durante sus años de residencia fue diagnsoticada de un cáncer terminal de ovario. Habían desestimado la cirugía y sólo era candidata a quimioterapia paliativa. Ella comenzó a estudiar también otras alternativas y se acrecentó en la dieta alcalina. Tras dos sesiones de quimioterapia y comenzar con esta dieta y cambiar su disciplina de vida, ya no había rastro del cáncer como se demostraron en las pruebas complementarias. Tras esta experiencia publicó un libro titulado “Mis recetas anticáncer” que compramos para comenzar a aprender a comer, cosa que no te enseñan en la escuela, en casa ni en la facultad de medicina. Este hecho fue uno de los que más cambió nuestra vida. Nos sentíamos más saludables sólo por comer más frutas, verduras frescas, cereales y dejar más a un lado harinas refinadas, carnes y pescados… También nos sentíamos más vivas porque se percibía que no habían envenenado los alimentos que ingeríamos con pesticidas, excipientes, radiaciones y demás al ser ecológicos. Sin embargo, parecía que comer frutas y verduras ecológicas eran manjares destinados sólo a los pocos que pudieran pagarlos dado su elevado precio.

Conocí a Josep Pamies con su Dulce revolución de las plantas medicinales” y su forma de cambiar el mundo a través del conocimiento y uso de las plantas. Gracias a esta web incorporamos en el tratamiento de Nazaret el kalanchoe, planta de la que deriva la adriamicina, uno de los quimioterápicos que le habían indicado a Nazaret. Tras investigar sobre el tratamiento natural, añadimos como tratamiento el jengibre, la cúrcuma, la moringa, una hoja derivada de un árbol conocido como “árbol de la vida” y la graviola, con altas propiedades antitumorales.
 
Me adentré, tras leer al Dr. Manuel Guzmán, en el mundo de la marihuana y su relación con el tratamiento antitumoral. En España se utiliza, incluso en algunas comunidades autónomas, de forma legal, para paliar los efectos de la quimioterapia gracias a la molécula CBD (cannabidiol) que no produce efectos psicótropos. Pero este señor demostró que, asociando un poco de THC (tetrahidrocannabinol) no sólo disminuían los desastres de la quimioterapia, sino que, por sí mismo, inhibía la angiogénesis y estimulaba a apoptosis tumoral, lo que se traduce a disminución y, en algunos casos desaparición del cáncer. Así que otra arma que empleamos fue el aceite de marihuana, difícil de encontrar en la concentración adecuada de THC y CBD.

En tan pocos días se abrió un amplio campo de actuación desconocido para mí hasta entonces, que llegaba a desbordarme. Quería que se lo tomase todo, que probase cada cosa que leía y encontraba nueva, quería que viviese a toda costa, esperanzada en tomar, en beber, en comer, en hacer... como solución. Ella me miraba con los ojos del amor que entiende y no desespera, para pacientemente esperar a que descubriera donde reside el verdadero poder, la verdadera cura. Y mientras tanto, tomaba lo que su cuerpo le dictaba de todo lo que le llevaba.

Todos estos descubrimientos, asociados a los diferentes tipos de medicina que conocería después, me hizo reflexionar sobre la que yo practicaba en ese momento. La medicina alopática que ejercía se podía considerar como un bebé en pañales en comparación con otras grandes como la medicina tibetana, la taoísta, la ayurvédica o la medicina tradicional china. Miles de años avalan a estas últimas, y sólo alrededor de 300 años la que usamos en occidente. Basada en los principios newtonianos y de René Descartes, descarta todo aquello no tangible o visible y nos condena al mecanismo de una máquina, de lo inerte que puedes arreglar por partes. Hasta las medicinas milenarias sabían lo que ahora está demostrando la física cuántica, que somos energía, luz, vibración, que conformamos un todo y que no es sensato usar una medicina donde ponen un parche en un órgano sin saber lo que pasa en el resto de tu cuerpo y tu alma.

A penas usamos dos sentidos de los cinco. Olvidamos que tenemos una memoria innata para combatir las enfermedades. Si encontramos cancerígenos en el ambiente, como todos los millones que pasan por nosotros en un día, nuestro organismo conoce los mecanismos precisos para no dejarse afectar por ellos. Nosotros interferimos en esta acción de tres formas: la forma como pensamos, la forma como nos comportamos y la forma en que comemos. Si podemos cuidar la atención, los ritmos biológicos y la nutrición, entonces podremos evitar entre un 80-90% de todas las enfermedades.

Para recuperar esa vitalidad habría que quitarnos todos los miedos que nos inculcan sobre la muerte. Nuestra biología está preparada para sobrevivir y adaptarnos. Por eso, de forma indirecta nos convertimos en ratas de laboratorio a quienes, a través de diferentes maneras, nos van introduciendo la dosis de veneno (ya sea a través de alimentos, del aire o agua contaminados, de los propios fármacos…) de forma gradual y progresiva para que dé tiempo a adaptarnos, regenerarnos y procrear, y así que la próxima generación sea más fuerte para ir aumentando la dosis de veneno. Si nos quedamos mentalmente en el miedo a los virus, a las bacterias, a las grasas, al humo del tabaco..., entonces lo que generamos es enfermedad. Le estamos diciendo a nuestro cuerpo que es vulnerable, que es débil, que su sistema inmunológico no está lo suficientemente fuerte ni es seguro y que está abierto a contraer cualquier patología. Es una orden que damos desde el miedo.

Para que tener un dominio del cuerpo y de la salud, se ha de tener consciencia corporal. No es factible vivir 40 años de tu vida sin saber cómo respiras ni sentirte los dedos de los pies y que cuando aparezca una enfermedad pretendamos hacer una transformación o cuando lleguemos a los 50 rejuvenecer. Es un tema de consciencia y de atención. Todos los días disponemos de una cantidad “x” de energía que, bien usada, es más que de sobra para realizar las actividades que desempeñamos en un día. Una parte de esta energía tiene que ir enfocada a nuestro cuerpo, para darnos cuenta de que es perfecto y agradecerlo.


En el momento que cualquier circunstancia o energía impacte de manera desfavorable, genera un movimiento interno en nosotros. Si existe consciencia se puede ver, percibir y no dejar que se proyecte, por ejemplo cuando te das cuenta de que llevas 3 meses con indigestion. En ese momento que ha impactado esa circunstancia o energía te paras, lo observas y te preguntas qué tiene eso para ti, cuál es el regalo y la enseñanza... Entonces no enfermas porque en ese momento estás haciendo lo que tienes que hacer, que es coger esa enseñanza que ha venido para ti y recibir el mensaje sin necesidad de que tenga que continuar en tu cuerpo para que te des cuenta a través de los síntomas. El cuerpo se enferma cuando no somos coherentes ni prestamos atención, al mirar para otro lado. Si vivimos en la creencia de que sólo el médico nos puede curar no se activará el poder de sanación que hay en cada uno de nosotros y nos estaremos considerando personas enfermas. Lo mismo que somos capaces de enfermarnos somos capaces de sanarnos. Y Nazaret lo descubrió antes que yo.

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