"La máxima victoria es la que se gana sobre uno mismo"
Buda
Éxito
no son unas cuantas monedas rebotando en tu cuenta corriente, es cuando dedicas
tu tiempo a hacer algo que el dinero no pueda pagar. No es un puñado de
desconocidos aplaudiendo, sino quienes se cruzan en tu vida y quienes te
quieren admirando tu forma de vivir en el mundo. Éxito no es igual a dinero, ni
a acúmulo de propiedades, bienes y objetos materiales...
Éxito es cuando vives
alineado entre lo que sientes, lo que haces y lo que eres, que es la mayor
riqueza que se pueda experimentar. Es cuando lo que tienes que decir vale más
que el silencio y cuando en silencio eres capaz de entender que hay cosas que
simplemente no hace falta decir.
Había transcurrido una semana desde que llegamos al hospital.
Entre noches de antibióticos intravenosos y mañanas de limpiezas del drenaje, terminé
de preparar la exposición de la tesis doctoral. Nazaret siempre quiso compartir
conmigo ese momento. Era como una tarea cumplida por ambas partes. Ella, de
forma indirecta, se había sacrificado lo
mismo o más que yo para que la pudiera terminar, porque yo lo hacía por
pasión, ella por amor a mí. Siempre bromeaba diciéndole que si me pasaba algo,
que terminase ella mi tesis. ¡Cómo se
reía mientras me llamaba loca…!
No sabíamos si Nazaret podría ir. Ella pedía que le diesen de
alta para ese mismo día, por eso todos los profesionales sabían de mi tesis.
Pero estaba bastante débil. Era un viaje largo y cansado para afrontarlo en
aquellas condiciones. El día antes de la tesis me fui a Granada para poder
llegar temprano y preparar todo lo que tenía pendiente. Esa noche era la
segunda en todos los ingresos que no dormiría con ella. Mi sensación durmiendo
sola, en casa de mis padres, sabiendo que Nazaret estaba en el hospital no era
muy halagüeña. Siempre quería estar con ella. Y separarme un segundo, aunque a
veces lo necesitaba física y mentalmente, hacía mella en el centro de mi alma. Necesitaba
sentirla, escucharla y que su voz diluyese como hacía hasta entonces, mi miedo.
Mis padres me acompañaron al gran evento, recordando la
protección que me brindaban de pequeña ante situaciones desconocidas. Siempre a
mi lado a pesar de la distancia física que nos separaba desde hace años.
También se habían sumado a compartir este momento los grandes amigos que
pudieron escaparse y reservar su tiempo para este evento. Aunque sabía que allí
había más gente, pues la distancia sólo separa a los cuerpos.
Mi sorpresa vino cuando esa mañana vi llegar a Nazaret que,
llorando por la proeza y por haberlo conseguido, a pesar de terminar exhausta,
allí estaba, como había deseado, acompañándome. Tras quitar todo lo superfluo
de su cuerpo, catéteres, vías y demás, le habían dado de alta del hospital y
había logrado, reto aún mayor, llegar a la facultad de medicina. Casi sin
aliento ni poder andar, aprendí con ella el valor del amor incondicional.
Para mí ya no tenía sentido la tesis, por eso no estaba nerviosa.
No había en ese momento nada en absoluto que pudiera superar el caos que estaba
viviendo con la enfermedad de la persona que más amaba. Nada ni nadie podía ser
más importante. Y mucho menos, un trabajo científico que no te impulsaba a ser
mejor profesional ni mejor persona.
No se necesita un reconocimiento externo para realizar un
buen trabajo. Si el trabajo está bien hecho, el ejemplo será el mejor
reconocimiento y prestigio. No necesito a nadie que me diga si soy mejor o peor
profesional por tener tal o cuál título, porque para empezar, ambas
asociaciones no tienen por qué ir de la mano. Puedes ser un excelente
profesional sin poseer condecoraciones académicas o ser un erudito en cuanto a
títulos (diferente de conocimiento) y practicar la medicina más inepta que se
haya conocido.
¿Pero qué hacer en una
sociedad que te premia con títulos? Para empezar, ser conscientes de que
cada uno crea su mundo, y en tu mundo tu no necesitas ningún papel. No se
necesitan estas credenciales para definir mi existencia. Podemos ser únicos
para nosotros mismos, soberanos de nosotros mismos. Y crear nuestro propio
método o manera de conocer el mundo, de vivir en él sin necesidad de títulos. El
auge de la “titulitis”, enfermedad
que padecía en primera persona, no era más que una consecuencia de la búsqueda
de conocimiento a la manera clásica que conocía, desde lo ajeno, la visión
materialista del mundo y con una recompensa (no siempre económica, podría ser
recompensa en cuanto a prestigio, o puntos para la bolsa de trabajo). Mezclaba así
la necesidad de reconocimiento externo que había necesitado sin ser consciente
de ello con la ambición de un conocimiento, a veces baldío.
Sin embargo, ahora, ahora soy consciente de que se puede
adquirir conocimiento caminando por el desierto. No necesito un máster, una
tesis doctoral, una carrera, para saber desde donde parto, para descubrir quién
soy, qué soy y qué hago aquí. Términos que son los que le dan realmente sentido
a nuestra vida, a diferencia de un diploma colgado en la pared que, sin brújula,
no te indica el camino al ser,, a la plenitud y a vivir una vida llena de
dicha.
Pero en muchas ocasiones el reconocimiento es lo que prima y
te hace seguir acumulando espacios de nada. Con los elogios la mente se
conforma y se acomoda en una engañosa forma de autorreconocimiento, de falso
amor. Rápidamente se pasa a necesitarlos como si se tratase de una adicción
insana, que nos lleva a vendernos de cualquier modo para logralos. Lo esencial
desaparece, lo que en realidad somos queda sepultado bajo lo que parece que
debemos ser, y así obtener una continuidad en el reconocimiento.
Fue una defensa de tesis más, de esas que pasan
desapercibidas, pero por fin, pude dar por cerrado el capítulo de cinco años de
trabajo, en los que, curiosamente tuvo que ser al final donde tuve que
reconocer que no la necesitaba. Si con ello hubiera salvado a la persona que
más amaba, habría hecho todas las tesis de todas las disciplinas que me
propusieran, como fuera. Pero el hecho de que materializara mi trabajo como
doctora, sólo había servido para dejar aparcadas muchas tardes de abrazos y
caricias en el sofá, almuerzos, cenas, barbacoas, días de playa y viajes que
compartir con mi familia, con mis amigos, con ella. Eso y un papel que no me ha
hecho diferente, no me ha abierto puertas de trabajo, no me ha introducido al
mundo de la investigación, porque es solo eso, un papel. El trozo de celulosa
que he tenido que pagar más caro, en todos los sentidos.
Por protocolo el doctorando invita tanto a los directores como
al tribunal de la tesis a un almuerzo. Nos quedamos a comer en la nueva
facultad de medicina, donde, como anécdota, fui la primera pediatra que leyó la
tesis en el nuevo edificio americanizado. Por lo menos esto sí era algo
novedoso que contar a quien me preguntase como me había ido.
Del almuerzo me llamó la atención las palabras de uno de los
miembros del tribunal, restándole importancia a la familia para dársela al
trabajo. Aún recuerdo como nos relataba que no pudo ir al entierro de su padre
porque estaba de guardia y tenía el deber con sus pacientes. Verdaderamente no
entendía esta actitud. Tu padre solo se va a morir una vez, y tu tienes años
por delante para hacer más guardias, con compañeros que entienden quieras
cambiar el turno de trabajo. Pero el que no lo entendiese no eximía que no lo
respetase.
Después de todo lo que había vivido con Nazaret, la familia
para mí ocupaba el primer puesto en mis prioridades. Es triste tener que
aprenderlo cuando sientes que se te va lo que más quieres, y que, por muchos
títulos, dinero, conocimiento, amor… no puedes hacer nada para impedirlo. Pero
con mi tozudez, agradecía que mejor apareciese este aprendizaje tarde que
nunca. Ahora quizá pueda entender a este señor con esta actitud en cuanto a su
dedicación. Cuando has sido consciente, aunque sea una milésima de segundo, un
fugaz instante en tu vida de que cada uno de nosotros está enlazado con el
resto de seres humanos, de animales, plantas, con la Madre Tierra y con toda la
creación… Cuando eres consciente de que tú y “el otro” son la misma cosa, a
pesar de las diferencias que nuestra mente procesa. Entonces comprendes que
estar en un sitio u otro, hacer una cosa u otra, si se hace desde el amor,
tiene el mismo significado. Entiendes que es igual estar en el funeral de tu
padre o atender a niños porque es el amor el que te impulsa. Entonces entiendes
que no tiene sentido responder con rabia, odio o rencor las acciones que no te
son gratas. Sería como querer más a tu mano dominnate por ser con ella con la
que escribes. O como, si al darte un martillazo intentando clavar un clavo, tu
otra mano quisiera responder con el mismo martillazo o incluso con uno más
fuerte. Al final el dolor de un martillazo en una mano u otra es el mismo y en
la misma esencia, en ti. No sé si este pediatra lo decía con esta misma
convicción, pues por aquellos entonces no era capaz de transcender más allá de
mi dolor, pero ahora, más tranquila, madurando los acontecimientos desde otro
ángulo, puedo entender la actitud de aquel miembro del tribunal.
Éxito no era haber podido obtener la tesis doctoral. Éxito
era la vida que había elegido Nazaret y los logros que, desde la consciencia estaba
obteniendo. Ese día me enseñó que el hecho de que algo fuese adecuado ayer, no
significaba que lo fuese también hoy. Por eso me animaba a vivir un día cada
vez, único, irrepetible, desde el glorioso y sempiterno ahora, sin ideas
preconcebidas y aceptando el suave transcurrir de la vida. Me mostró que mi
seguridad no debe residir en una situación, en un título, en la consecución de
un objetivo, ni siquiera en una persona. Con su ejemplo me conducía a buscar la
seguridad en mí misma, como ella hacía, dejando que viniesen los cambios para
mostrarle todo lo que podía expandirse dentro de la vida.
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