viernes, 21 de octubre de 2016

Tu enfermedad como mi metamorfosis: La Historia 39, La Condena

"El hombre está condenado a ser libre"
Jean Paul Sartre


La condena solo la pueden sufrir los que se sienten merecedores de un castigo, los que se permiten ser condenados. De vez en cuando me preguntaba para qué era necesario el mal en el mundo con lo fácil que viviríamos desde el amor. Entonces comprendí que sin todo el registro de experiencias, el libre albedrío que existe en la Tierra sería imposible. Y sin libre albedrío no podría haber crecimiento, ni avance, ni posibilidad alguna de que nos convirtiésemos en aquello a lo que hemos venido a ser...

Es difícil vivir en el libre albedrío pero a la vez intrigante y alentador. Y es increíble experimentar cómo lo que para algunos es una condena, para otros es una liberación y ni las palabras más poderosas pueden hacer tambalear ni un ápice los pilares de un alma envuelta en llamas de oro rubí. La condena implica culpa y la aceptación el más profundo amor hacia uno mismo. Cuando vives en la prisión de tu vida, la paredes de casa se estrechan, el techo parece hundirse en tu cabeza, las ventanas se retuercen en sí mismas y al gritar solo escuchas el reflejo de lo que eres, alguien que se está consumiendo en su propia cárcel. Cuando la compasión te acompaña no hay palabra ni acción que pueda herirte, pues en todo encuentras el significado profundo que tiene aquello para ti. Es entonces cuando la condena se transforma en libertad. Es en ese momento cuando por fin puedes respirar profundamente y sonreírle a cualquier circunstancia agradeciendo su paso por tu vida.

Una tarde se presentó por primera vez la oncóloga especialista en sarcomas. Yo ya la conocía. Me pareció una persona muy amable. Trabajaba mucho, tenía cientos de pacientes y terminaba bastante tarde la consulta. Por eso se acercó después del almuerzo. Quería hablarnos sobre Nazaret, sobre su tumor, sobre las expectativas de vida y el tratamiento a seguir. Su madre y yo la acompañábamos. Así que nos dispusimos a escuchar las tres aquello que habíamos esperado durante unos días eternos, la voz de la experiencia y la sabiduría de la especialista. “Te vas a morir. Lo que tienes es extremadamente grave”. “Tienes un tumor que se ha originado en un vaso sanguíneo, en la cava, imposible de extirpar. Con un fármaco quimioterápico (adriamicina) puede que aumentes tu supervivencia en un 20% (no sabíamos en tiempo a cúanto equivalía, pues nunca se habló de fecha). Si sumamos otro quimioterápico (ifosfamida), puede que llegues hasta el 40%. Pero sus efectos secundarios me preocupan mucho en ti. Sobre todo la toxicidad pulmonar y cardíaca, con tu corazón en recuperación y tus pulmones aún enfermos del trombo que todavía has de eliminar. Estás en una situación muy, muy crítica. Debemos operar ya y quitar los restos del cáncer que aún te queda. La operación tampoco será muy fácil pues sería la cuarta vez que te abrirían la barriga en tan poco tiempo. El tumor no se podría eliminar por completo, pues las venas obstruidas con los trombos no se pueden extirpar. Mañana te harán un electrocardiograma y el viernes comenzaremos con la quimioterapia. Aunque no sepamos el tipo tumoral en concreto, lo trataremos con la pauta estándar de los sarcomas en general. Será una quimioterapia de las más agresivas”.  

Por fin se fue. En mi cabeza retumbaba aquella frase que concluía que, de todas las formas posibles, al final se iba a morir. Lo había dicho la más experta. Aquella que debería habernos dado un poco de aliento, de esperanza, aquella que debería habernos animado a no tirar la toalla, a pensar que cada persona es única y que mientras haya vida hay posibilidades. No sabía como tenía tan claro que el tumor se originaba en la vena. Sólo le habían hecho un TAC y hasta donde mi entender llegaba, no era suficiente para tomarlo como etiología posible. Para eso se necesitaba una biopsia. Y de la que se disponía, se había descartado un origen muscular liso y estriado, es decir, el tumor no provenía de los vasos sanguíneos aparentemente. Estuve buscando en la literatura médica. De ser lo que la oncóloga pronosticaba, sólo había un 2% de casos en todo el mundo y efectivamente, el desenlace en todos era el mismo. Había información que no me cuadraba, otra que me llevaba al pozo más oscuro.

Primero salió su madre. Lloró lo que tenía que llorar y volvió sonriente a la habitación como siempre. Pero ya nos conocíamos. Sabíamos vernos las lágrimas atrapadas en el cristalino. Después salí yo. Hice un tanto de lo mismo. Pero además, desesperada, llamé a esta compañera conocedora de otro tipo de medicina. No tenía nada que perder después de lo escuchado.

Buscaba un milagro en lo ajeno, en lo externo. Pero el milagro se estaba produciendo dentro de nosotras mismas. Ella nos habló de un curso de autosanación impartido por una psicóloga y terapeuta en Zaragoza muy buena, con técnicas algo extravagantes, fuera de lo común para mi limitado entendimiento, pero capaces de curar el cáncer de su propio padre. A mí, todas aquellas palabras, me parecían cuanto menos, sacadas de algún dialecto nuevo del libro de “El Señor de los anillos”, me sonaba a chino, pero era la misma fecha en la íbamos a ir a Barcelona a ver al doctor Javier Herráez y su Nueva Medicina Germánica. Hablaría con Nazaret cuando pudiese hacerlo de forma pausada, una vez destapado el velo de la muerte que corría en mi sangre, en mi alma. Ella decidiría en función de lo que le dictase su corazón.

También seguí moviendo hilos. Quizá en Andalucía no fuese posible, pero si salíamos de allí podrían existir nuevas opciones. No podía dejar que el derrotismo me hiciera bajar los brazos. Sin embargo, aquel enfoque no era el que pedían las nuevas virtudes de Nazaret. Gracias a una amiga que conocí en mi año de máster en el hospital Vall d’Hebron y que trabajaba allí, pude contactar con la especialista en sarcomas y concertar una cita. Quizá allí, con más técnicas, tratamientos y especialistas, pudiesen darnos la solución que buscaba desesperada. Esta oncóloga de Barcelona me llevó también hacia el experto nacional de sarcomas que trabajaba en un hospital público de Sevilla. ¿Estaba ahí al lado en todo momento? Pues sí, como están todas las respuestas, al lado de uno mismo. Sin vacilar, volví a pedir ayuda a otro ángel que se había especializado allí y que ahora trabajaba en el mismo equipo pediátrico que yo. Así que pude a su vez, obtener cita también con este profesional.

Al regresar a la habitación intenté disimular con el mismo aínco que mi suegra, pero obtuve el mismo resultado. En esa habitación no había ningún alma desconocida. Nazaret me miraba y sonreía, transmitiéndome toda la luz que yo le quería enviar a ella, pero que realmente necesitaba yo misma con más premura. Ella no estaba asustada. Solamente había sufrido algunos destellos de miedo, como buena humana, que al igual que vinieron se disiparon como el viento, sin forzar, soltando lo que no le correspondía.

Siempre me conmoverá la sensación de verla en otra dimensión, trascendiendo las palabras condenatorias de alguien desconocido que no sabía mirar detrás de los ojos. Esa fuerza, esa entereza, esa serenidad… mantenerse en su centro pasara lo que pasase, dijeran lo que dijesen, ocurriera lo que ocurriese… No le preguntó nada a la oncóloga. Ella lo había entendido antes de conocerla, cuando ya no precisaba decir nada más acerca de su enfermedad. Ella aceptó cuando sus manos al fin se abrieron para dejarse en libertad, para despedir aquello a lo que se aferraba. Ella lloró cuando su alma se dejó ver, libre de ataduras, libre de jaulas corroídas por el tiempo. Ella suspiró cuando agotada, de un ingreso tras otro dijo “aquí estoy, esto soy y todavía tengo que aprender”.

Reía al verse en el espejo y darse cuenta de que todo era insignificante, nada era tan grave, y de que sus errores eran puro aprendizaje. Ella, viajera que iba y venía de un mundo a otro, y a veces se iba más de la cuenta. Ella, demasiado humana expresada desde el cielo… Cómo entenderlo por aquellos entonces. Siempre me preguntaba por qué la luz solo estaba a su alrededor. Por qué vivía en un mundo de oscuridad, por qué Nazaret estaba tan segura de sí misma como nunca lo había estado ante una situación tan preocupante, que desbordaba a todos menos a ella.

Me preguntaba por qué su cuerpo me decía una cosa y sus ojos todo lo contrario. Dónde estaba la verdad, si es que había alguna verdad única, el equilibrio, la armonía. Quería creerla con todas mis fuerzas, sentir la misma paz que ella para dejar de consumirme por dentro. Pero mi mente canalla, jugaba a atormentarme con la última frase de la oncóloga: “te vas a morir”.

Nazaret se explicaba diciendo que no era nada nuevo para la humanidad, que todos nos íbamos a morir. Y que estábamos muy mal acostumbrados al pensar que la muerte solo acontece en los ancianos. Ella ya había pasado por los sentimientos de envidia sobre los que gozaban de buena salud, pero en ningún momento cargó su ira contra los que no tenían que enfrentarse a la muerte tan temprana. Se sentía dichosa por ser una de las privilegiadas que pudo sobrevivir en tres ocasiones a la muerte, y se lo agradecía a la vida diariamente. No tuvo que llorar en demasía la pérdida inminente de personas y lugares importantes para ella. Sabía que estaba sanada, que, aunque fuera su fin físico, lo que vivó trascendía cualquier barrera terrenal. Había aprendido la lección y aceptaba.


El dolor desapareció en ella, la lucha había terminado, estaba preparada cuando fuese el momento para irse. Sabía que no era el final. Dejaron de interesarle las noticias mundanas, dejó de ver la televisión, leer periódicos, preocuparse por problemas inventados por el mundo exterior para tenernos entretenidos y desconectados de lo importante, nosotros mismos. Sin embargo, su interés por aprender, por experimentar en ella misma el nuevo mundo que se le había abierto era feroz. Siempre con una sonrisa, siempre con los ojos cargados del amor que sana.

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