"Una de las razones por la que la gente se resiste a cambiar es porque se enfocan en lo que tienen que renunciar, en vez de lo que tienen por ganar"
Anónimo
La vida está llena de misterio. De repente giras la cabeza a
un lado y eres consciente de que andas subido en un tren, el de la vida. No
sabes cómo apareciste allí, pero intuyes que llevas desde antes de tener consciencia
en él. El tren nunca está estático. Sólo para de vez en cuando en algunos
andenes donde tienes que despedirte de los pasajeros que se han bajado y
abrazar a aquellos que deciden subirse por primera vez, aunque aún no lo sepan...
A veces el tren va muy rápido, y parece que la vida corre siempre un paso por
delante tuya hasta dejarte exhausto. Otras veces, el tren marcha lento, para
que puedas disfrutar de los bellos paisajes que te rodean, para que descubras
que aquello que ves por la ventanilla también eres tú. A veces su vaivén contínuo
puede llegar a dormirte, entonces olvidas que estás subido en un tren y que,
aunque cambies de vagón e intentes disfrazarte y mimetizarte con los pasajeros
del nuevo vagón, el tren siempre será el mismo. A veces el tren se adentra en
un oscuro y tenebroso túnel, dejándote paralizado, desvalido, pero ya sea más
largo o corto, siempre lo deja atrás y vuelve a brillar el sol en tu cara. A
veces descubres el destino del tren y entonces te sientes dichoso, pero nunca
lo serás más que aquellos que deciden disfrutar tranquilos, serenos y en paz
del trayecto.
Pasaron 15 días y la recuperación física de Nazaret fue apropiada
para volver de nuevo a casa. Esta vez conducía de vuelta con mi tez
ensombrecida, intentando mezclar en el coche los silencios que acompañan el
coraje con las risas que custodian a la vida. Era viernes. En menos de una
semana iríamos al oncólogo. Esa tarde y noche decidí permanecer callada. No
quería romper la alegría que suponía regresar al hogar, haber superado de nuevo
a la muerte tras verla cara a cara.
El sábado por la mañana, enrollada entre las sábanas de un
nuevo amanecer, me decidí a explicarle sin omisiones, sin restricciones ni
vetos, todo lo que conocía. No sabía por donde empezar. A veces pensaba que
hacerme cargo de revelar esa noticia era demasiado para mí. Esas palabras
estaban cargadas de dolor, de amargura, de desesperanza, de agonía, de lamentos
al cielo… No era fácil saber cómo y por dónde empezar. No sabía si tendría la
suficiente fuerza para pronunciar aquel dictamen, ni si estaríamos preparadas,
yo para contarlo desde lo más profundo de mi corazón y ella para soportarlo. Me
cargué de todo el amor que tenía, del sonido de la compasión, del color de la
vida. Se lo dije, lo vomité como algo que se había pegado a mis vísceras e
intentaba consumirme, como el peso más grande que jamás había soportado.
Ella simplemente me miró, con sus ojos tiernos de nubes y su
sonrisa de azahar, sin desdibujarse ni un ápice, y aceptó la noticia con
valentía desde el conocimiento de sentirse todo con el mundo. “No te preocupes mi vida” me respondió, “la vida me ha estado mostrando muchas
cosas y quiere seguir enseñándome más”. “Ya estoy sanada. Sea lo que sea, tenga
el nombre que tenga, ya estoy sanada”. “Adoro el regalo que la vida me ha dado
de nuevo con esta oportunidad. Lo que tenga que venir ya vendrá”. Ella no tenía otra herramienta que la palabra
para transmitir todo aquello que sentía y había experimentado, para contar unas
verdades que excedían con mucho la capacidadad de expresión de lo verbal. Era
como tratar de escribir un libro con la mitad del alfabeto o intentar hablar en
una lengua que desconoces.
Simplemente lloraba ante su reacción. ¿Cómo era posible que existiese tanto amor? ¿Cómo, ante esta noticia,
mostraba la serenidad y entereza de quién sólo puede ganar? Me maravillaba,
me reconfortaba, me extasiaba y a la vez me noqueaba.
Acto seguido llamamos a su madre para compartir la notica con
ella. Su madre representaba nuestro otro gran pilar y para ambas era crucial
que lo supiera. Su entereza y su fuerza no era menor que la de su hija,
intuyendo de dónde venían aquellas palabras y actos que habían pasado tanto
tiempo dormidos en Nazaret.
En ese
momento me enseñó otra gran lección. Para la mayoría de la sociedad la palabra
cáncer es sinónimo de muerte. Ella me mostró que no significa tal cosa. El
cáncer es una oportunidad para conocernos, para descubrirnos, para crecer tú misma
y a su vez todos los que te rodean. Es tiempo de recogimiento, de conexión con
uno mismo para revisar la propia vida, tiempo de autogestación y transformación.
Cualquier enfermedad grave no es una condena, sino una posibilidad. La puerta y
el empuje hacia tu nueva vida, la verdadera, que ha estado dormida todos estos
años. La llave hacia la aventura de vivir y darse sin prejuicios, sólo con la
seguridad que da el amor. Para la mayoría el cáncer es sinónimo de cárcel, pero
Nazaret era el ejemplo vivo de que significaba todo lo contrario. El cáncer
estaba siendo su liberación. Una liberación de sus propias cadenas que, con los
años y de forma inconsciente, había impuesto a su alma.
No hay que temer a la
palabra cáncer. ¡Seamos libres! ¡No huyamos! Sé que no es fácil. Sé que es muy
diferente acompañarlo que experimentarlo. Pero el vivir con miedo no va a hacer
que todo desaparezca, sólo nos puede evadir temporalmente. Después vendrá con
toda la fuerza para sepultarnos aún más. Es lo que yo viví al principio, hasta
que Nazaret me enseñó que había otro camino, el de la vida. Puedes elegir en
transformarte mediante el dolor y las crisis o puedes instalarte en la
amargura, la tristeza y la desolación, abandonada en actitud de víctima.
Vivamos
la oportunidad del presente, porque lo que nos tenga que ocurrir, ocurrirá, y
entonces, si no has agarrado lo que la vida te ha dado, te irás de todas formas,
pero habiendo rechazado los regalos que te ofrecieron y con el miedo como
mortaja.
Nadie habla de la otra cara del cáncer, aquella que te
hace levantarte de la silla, valorar cada instante, amar a todos sin condición,
olvidar lo que te oprime, perdonar, apreciar que respiras, sentir el aire
rozando tu piel y el sol calentando tu cuerpo, cambiar los ceros de la cuenta
bancaria por un "te quiero", disfrutar de las caricias y abrazos de las personas que más
quieres, ver con ojos renovados aquellos detalles que antes pasaban
desapercibidos y ahora te llenan el alma. Nadie habla de la otra cara del
cáncer, pero existe. Nazaret me la enseñó.
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