miércoles, 7 de septiembre de 2016

Tu enfermedad como mi metamorfosis: La Historia 21, La Mujer Medicina

"No se le puede enseñar nada a un hombre; sólo se le puede ayudar a encontrar la respuesta dentro de sí mismo"
Galileo Galilei


En pleno verano celebramos nuestro primer año de casadas. Aún recuerdo uno de los motivos por lo que insitía en casarse… “es que si te ocurre algo, yo quiero poder acompañarte en el hospital…” Lo decía recordando el accidente de tráfico que tuve años atrás. Pero ni siquiera imaginaba la transcendecia que realmente iba a  tener este deseo. Sólo unos meses transcurrieron desde que nos casamos hasta el primer ingreso. Sólo otros pocos meses más, que pesaban como siglos, hasta celebrar el primer aniversario. Nazaret agradeció esta primera celebración con estas palabras...


Feliz aniversario
Aunque en este momento cueste ver todo lo bueno que ha tenido este año… siendo objetiva hemos compartido más buenos que malos momentos. Gracias por recorrer el mundo conmigo, por construir sueños a mi lado y por levantarme cuando esos sueños se rompieron. Gracias por darme luz y hacerme ver que la vida sin sueño no vale la pena. Así que cerremos lo ojos, dejémonos llevar y volvamos a empezar.

Catorce años compartiendo momentos inolvidables, sueños hechos realidad, fracasos convertidos en oportunidades… A pesar de que yo era la sanitaria, Nazaret se estaba convirtiendo en la mujer medicina. Capaz de llenarse de fuerza, de alimentar de bondad a quienes le rodeaban, de mirar con los ojos serenos de la vida, de sincerarse siendo quien había venido a SER. Ella, que abrazaba el amor con amor, que conocía el perdón, que educaba en gracia y enseñaba a saber. Nazaret, como mujer medicina, si pasaba se quedaba. Colgada siempre del corazón, pisando fuerte, siendo consciente de lo que ocurría a su alrededor. No conocía la perfección ni la imperfección, simplemente era. Tampoco fue fácil para ella. Peleaba contra todo aquello que no le permitía sentir lo que cada instante le transmitía. A través de sus experiencias compartía la profundidad del tiempo, la transcendencia de los anhelos. Como mujer medicina tenía una luz que sanaba sus heridas y las de su alrededor, le hacía madurar y hacía bello el arte de la vida y la muerte. Comenzaba a atesorar las llaves que abren las puertas del conocimiento, de la luz, a pintar la realidad con matices de viveza para darnos razones para aferrarnos a la salvación a través de nosotros mismos.

Por aquellos entonces, todavía el miedo era uno de nuestros grandes aliados. Seguía escondiendo mis dramas debajo de la alfombra. Eran obstáculos por los que quería pasar por encima. No veía que tenía ante mí tesoros de mi experiencia. Pero éramos libres por fin. Se había acabado todo. La vida, con el tiempo, volvería a ser la misma que antes. Seguía existiendo dolor, para recordarnos que teníamos que volver al hogar.

Yo comencé a hacerme las pruebas solicitadas en la Unidad de Reproducción Asistida. En unos meses, cuando Nazaret estuviese recuperada, lo intentaría. Ella, por su parte, se iba mejorando físicamente con bastante rapidez. Ambas recogíamos el regalo que nuestras mariposas nos habían hecho, y comenzamos a realizar nuestro duelo. Los regalos hay que agradecerlos y tomarlos sin explicaciones, sin razonar, sin temores, sin juzgar. A veces la sociedad no comprende que una mujer pueda estar triste cuando tiene un aborto. Parece un hecho muy cotidiano. En la mayoría de las ocasiones, con pocas implicaciones clínicas para la madre. Sin embargo, no deja de ser una pérdida de algo deseado, de parte de ti, de tu vida, de ilusiones, de alguien ya con nombre y apellidos. Alguien que has cuidado desde el momento de la concepción, a quien amas incondicionalmente sin importarte cómo sea su carita, el color de sus ojos, o el tacto de su piel. Porque sabes que será para ti único, especial, incomparable. Será tu regalo y tu serás el suyo. ¿Cómo estos sentimientos pueden pasar desapercibidos por el resto? ¿Cómo ignorar el dolor de todo lo expresado? ¿Cómo se puede cubrir con un velo y dejarlo aparcado? No es posible volver la cara y mirar hacia otro lado. Simplemente hay que dejar hacer el duelo a una madre herida de amor. Fue en esos momentos clave, donde descubrimos una frase sanadora: “tenía que ser así…”

Pasamos unos días tranquilas en casa. Reencontrándonos, disfrutando la una de la otra, volviendo a tomar impulso para reconstruir de nuevo nuestro castillo de sueños. En ocasiones la encontraba llorando en silencio, echando de menos el revolotear de sus caprichosas mariposas. Yo la abrazaba con el fin de que la esperanza fluyera libre por sus venas, transmitiéndole que todo estaba bien y que descansara en mi abrazo. Ella se tranquilizaba escuchando los latidos de mi corazón, su mejor ansiolítico como me comentaba. Y a los pocos minutos se sentía afortunada por seguir viva, por tener una familia que la amaba y por estar recuperándose de nuevo. Comenzamos a caminar despacio, pero sobre terreno seguro. Cada día era una victoria, pues conseguía andar más distancias, tanto físicas como emocionales. Ella salía a caminar con nuestra perrita por un parque arbolado cerca de casa, mientras yo corría a su alrededor. Verla andando de nuevo una hora me llenaba el alma de sonrisas. Contemplar su cara iluminada con la luz del sol entre las hojas de los árboles era música para mi corazón.

Durante plena estación estival, pocas semanas de haber regresado a casa, comenzó a notarse un bulto en la zona inguinal derecha. Con más miedo que vergüenza, llegamos a mi hospital para que fuese revisada por los ginecólogos. Se palpaba muy superficialmente, era bastante pequeño y no parecía llamar mucho la atención. Sin embargo, la cara de Nazaret denotaba preocupación. Al contrario que la mía, que pensaba que era el mioma que ella tenía previo al embarazo y que, con las hormonas aún revolucionadas por encontrarse el aborto tan reciente, había crecido un poco.

Eso confirmaron los ginecólogos cuando le hiceron una ecografía. Tenía el útero un poco desplazado a la derecha, aún de dimensiones mayores a las habituales y aquello que se vislumbraba era casi con certeza el mioma. Había que darle unos meses para que involucionase de forma espontánea. Las palabras de los especialistas dieron consuelo a la congoja de Nazaret y salimos sonriendo, sabiendo que era cuestión de tiempo. Pero la vida es como ir a la escuela; recibimos muchas lecciones, y cuanto más aprendemos, más difíciles nos las ponen.


Aboslutamente nada de lo que sucedía en nuestras vidas podría haber sido de otra manera. Ni siquiera el detalle más insignificante. Lo que pasó y lo que acontecería después, fue lo único que pudo haber pasado, y tuvo que haber sido así para que aprendamos la lección y sigamos adelante. Cada uno en diferentes estados, cada una con diferentes misiones y un mismo propósito. Todas y cada una de las situaciones que nos sucedieron eran perfectas, aunque nuestra mente y nuestro ego se resistieran a aceptarlo. No existe la resignación de: “si hubiera actuado de tal forma… hubiese sucedido esto otro…”. Solemos entender la vida como algo que poseemos. Por eso hablamos en términos de “mi vida”, “tu vida”… Pero hemos de ser conscientes de que nuestra vida nos transciende: nadie puede decidir ni el comienzo ni el final de la propia vida, como comprobamos con nuestros pequeños y como corroboraríamos después.

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