viernes, 16 de septiembre de 2016

Tu enfermedad como mi metamorfosis: La Historia 25, La crisálida

"Aquello que para la oruga se llama fin del mundo, para el resto del mundo se llama mariposa"
Lao-Tse

La enfermedad son bellos episodios de crisálida, donde la oruga, en su transformación en mariposa, no sabe lo que le está pasando. A través de éstos, podemos hacer un profundo inventario emocional o mental de aquello que no está acorde con nuestra vida, de aquello disonante. Cuando nace la oruga, tiene el impulso de de empezar a comer, de reptar, hasta que llega un momento, el suyo, en el que necesita envolverse en sí misma y parar, dejar de comer, de caminar, dejar los estímulos externos. No sabe lo que le está ocurriendo, no es capaz de explicárselo, pero lo necesita y se deja llevar por su corazón. Hasta que, después de un tiempo, siente de nuevo el impulso de salir… y volar. De forma suave, dulce, tranquila, se produce su transformación. No hay traumas, no hay dolor, no hay sufrimiento. Algo tan cotidiano y tan extraordinario…


La oruga nunca sabrá que se transformará algún día en mariposa. La mariposa le recordará que un día fue oruga. La mirará incrédula, y seguirá, reptando y comiendo. Porque para las orugas, las mariposas no existen. El doctor oruga, nunca podrá explicar lo que le pasa a la oruga cuando se está convirtiendo en crisálida, ni tampoco sabrá acelerar este proceso. Para poder explicarle a una crisálida lo que le está sucediendo y el por qué, necesita al doctor mariposa que, consciente de su autotransfomación y de su estado, puede relatarle el hermoso camino que está recorriendo y el final tan mágico como dejar de reptar para volar.

Como los dolores seguían aumentando en número e intensidad pude adelantar la fecha de la cirugía. Se llevaría a cabo el 20 de octubre. Habían transcurrido 3 meses, tiempo suficiente para que aquello hubiese disminuido. Era hora de actuar. Mientras llegaba la hora de la intervención seguíamos una vida cotidiana. Sin embargo, los esfuerzos que tenía que hacer Nazaret en cada rutina se iban acrecentando. Pero ella, con unas ganas locas de que la extirpación del “mioma” cerrara por fin la etapa de enfermedad, hacía todo lo que estaba en su mano para continuar, para vivir, para retomar los sueños, las clases, la vida… que habíamos dejado aparcada meses atrás. Para ella, todo lo que estaba viviendo tenía sentido, hasta el crecimiento del "mioma" y la fecha programada de su cirugía. La intervención del "mioma" coincidiría con el plazo en que tendrían que haber nacido los gemelos. Aquel crecimiento y aquella intervención, era la continuación en otro estado del embarazo baldío que culminaría con el parto que, aunque fuese artificial, llevaba la misma recompensa: la vida, devolvernos nuestra vida. 

Acabamos el mes de septiembre entre cantos y actuaciones. Qué mejor forma para cerrar una etapa. Teníamos planeado ir a Madrid a ver el musical de "Priscilla, Reina del Desierto". Era un regalo que le habíamos hecho a nuestras madres para su cumpleaños. La fecha inicial prevista era en mayo, pero por aquellos entonces, Nazaret se estaba debatiendo entre la vida y muerte. Disfrutar con la música, los bailes y la danza de colores que ofrecía el escenario fue todo un regalo para nuestra alma. 

El día previo a la intervención teníamos que acudir al hospital para realizarle las pruebas cruzadas por si necesitaba de alguna transfusión durante la operación. Dados sus antecedentes y conocida en varios hospitales por casi todos los profesionales debido a las jugarretas y malos ratos que les causaba su cuerpo, preferían dejarlo todo bien atado y prevenir complicaciones.

Pero ese mismo día la fortuna nos tenía preparado una nueva sorpresa. El cuerpo de Nazaret comenzó a despertar antes de tiempo. Aún reinaba la inmensidad de la noche. Comenzaba a despedirse para dejar que el alba nos acariciara con sus tenues brazos de luz, esos que iluminan sin cegar. Vomitó todo lo que había cenado y un dolor agudo se aprisionó en su pecho. Ella creía que eran gases causados por las alcachofas, una de sus verduras favoritas y vianda de la que disfrutó esa noche, verduga ahora de todo lo que sentía. Sin apenas poder respirar bien o moverse conseguí convencerla para acudir a cita en el hospital, a regañadientes por su parte, ya que le apetecía estar tumbada en casa. Si no cambiaba de postura el dolor no aparecía. Sin embargo, durante el trayecto en coche, los baches del camino se le clavaban en el pecho como mil dagas diamantinas, llevándola más cerca de la muerte que de la vida.

Al llegar al hospital, solicité una prueba extra a las que tenía programada que fue la que nos hizo sospechar que aquello no era el capricho de unos gases desafortunados. Había perdido sangre desde el último control, un par de semanas antes. Ella misma, por primera vez, pedía ingresarse sin esperar al día siguiente, cuando estaba programado el quirófano. Ante este empeoramiento brusco consulté con los especialistas. Sospecharon un nuevo tromboembolismo pulmonar. Yo no daba crédito. Para mí era médicamente casi imposible. Una semana antes le habían bajado la dosis de los fármacos anticoagulantes que tomaba porque tenía gran riesgo de desangrarse. Además, tenía colocado un filtro, un colador para evitar que subieran los trombos a los pulmones. ¿Cómo era posible entonces que hicera un trombo?

Fuimos al TAC con urgencia. Todo se precipitaba. Todo se nublaba de nuevo y mi desconcierto iba de la mano de mi asombro. Gritaba de dolor al intentar tumbarse, pero el decúbito era una obligación si queríamos saber lo que se cocinaba dentro de su cuerpo. No sólo se confirmó el nuevo tromboembolismo pulmonar sino que a su vez, gracias a la astucia de la radióloga, se pudo corroborar que la sangre que había perdido estaba almacenándose en su abdomen, libremente, fuera de los vasos, con libre albedrío. Tenía un hemoperitoneo y requería una intervención quirúrgica con urgencia. Su cuerpo, contradiciendo a las leyes de la naturaleza, había formado sarcásticamente a la vez un trombo y un sangrado. Mi intento de protección con el filtro había fracasado. Nada ni nadie podía protegerla. Pocos minutos después llegó la ginecóloga a la habitación. Había que operarla urgentemente. Estaba esperando a que llegase otra compañera para que le ayudara con  la intervención. En cuanto llegase entraría en quirófano. No había tiempo que perder. Nazaret, su madre y yo nos cruzamos las miradas. Estábamos aterradas ante lo inesperado, ante lo desconocido, ante la noticia, esta nueva desavenencia. Ya tocaba vivir, descansar, estar tranquilas y en paz. Y solo pensábamos por qué le sucedía todo a Nazaret, sin pausa y tan extremo. Por qué no se repartía esa suerte y  destino a otra gente, con los 7 millones de personas que hay en el mundo. O por qué no se venía la enfermedad a nosotras, para darle a ella el respiro que gritaba. Y allí, apostadas en la habitación 203, afrontábamos nuestro devenir.


Sin haberme percatado antes, aún existía un océano no derramado en mi mirada, gritos camuflados en el viento, dolor fertilizando la tierra. Con toda la entereza de la que disponía, intentando que mi temblor de piernas pasara desapercibido con mis idas y venidas y el rechinar de los dientes con la excusa del frio en los hospitales, la acompañé al quirófano. Ella se despidió como si creyese que era su último atarceder mientras se iba durmiendo. Yo le susurré, todo lo segura que me podían dar mis años de actriz detrás de una bata, que sólo sería un hasta luego. Estaría como siempre a su lado cuando abriese los ojos de nuevo. Y, mientras tanto, la seguiría llevando a prados verdes y aguas cristalinas, a noches de luna llena y de flores. La crisálida estaba teniendo su última transformación.

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