"La verdadera ignorancia no es la ausencia de conocimientos, sino el hecho de negarse a adquirirlos"
Karl Popper
De vez en cuando llegaba a conectar un poco más con el medio.
Su conciencia y ella, sin percatarse del cuerpo, sin saber que necesitaba una
máquina que respirase por ella añadido al resto de aparataje, ni que tenía una
cicatriz de más de 10 cm de longitud muy fresca en su abdomen. Yo, a su lado, inmóvil,
sostenía la luz entre mis manos que un día nos había hecho brillar siendo UNO y
que, ahora me tocaba mantenerla solo a mí. Esperando su respuesta, implorando
que esa luz le guiara para volver de nuevo a este mundo. Entonces Nazaret rezaba
a la Virgen del Rocío sin ser devota ni profesar religión alguna. Pero era de
ella de quién se acordaba y a quién le pedía ayuda. Solamente una vez estuvimos
en la ermita de El Rocío. Le pedimos que nos bendijera con un hijo. Y al mes ya
se había concedido. Sus ojos anacarados seguían buscándose a sí misma, mientras
dibujaban el amanecer a pesar de tantos días sin poderlo contemplar.
¿Dónde estuvo en los
momentos de desconexión con el medio? ¿Qué ocurre cuando permanecemos tanto
tiempo sedoanalgesiados? En los estados comatosos se ha comprobado cómo el
cerebro es capaz de responder a diferentes estímulos, proveyendo una evidencia
anatómica en la respuesta emocional a una voz familiar, en la que la amígdala y la
ínsula parecen jugar un importante rol. Parecía que no iba muy mal encaminada
al narrarle cuentos de fantasía y sal. Incluso me atrevería a añadir que, en
estos estados, no solo la voz produce estímulos cerebrales; la simple presencia
física es capaz de romper con el nirvana inducido si se conecta desde el
corazón. Nazaret sabía perfectamente cuando estaba a su lado sin articular
palabra, hecho que al principio me ponía muy nerviosa.
Llegó el ansiado momento de poder extubarla pues la mejoría había sido
franca y su corazón aterciopelado ya empezaba a demostrarnos que estaba hecho de otra pasta.
Empezaba a recuperar la función cardiaca. Las enfermeras me comentaron que si
se ponía nerviosa mejor me quedase con ella y la tranquilizase, porque si no
estaba tranquila no se podría desconectar de la ventilación mecánica. Así que
me quedé. Error. No aprendía. Parecía que me gustaba tropezar con la misma
piedra una y otra vez…
Cada vez Nazaret se encontraba más despierta y conectada con el
medio para poder respirar de forma autónoma. El estado de sopor había terminado
completamente al quitarle la sedación por completo. Volvía a reconocer sus ojos
de nuevo, algo temerosos por no saber lo que le había pasado ni qué hacía allí,
pero con confianza al escuchar nuestras palabras, al sentirse que todo iba
bien, que no había nada que temer. Sus ojos me envolvían entre te quieros
mientras yo tenía la suerte de poder articularlos. Sonreíamos desde el alma.
Volvíamos a brillar siendo uno. Por gestos se señalaba el tubo que respiraba por
ella y gesticulaba preguntándose hasta dónde había caído para que se le hubiese
olvidado hasta respirar.
Las instrucciones que recibí fueron
hablarle y decirle que respirara como cuando buceábamos en las playas de
Almería con snorquel, que estuviese tranquila y relajada. Que se dejara llevar
por los recuerdos de aquellas tardes de cristal y roca rodeadas de poseidonias.
Que aguantase. Así lo hice. Pero tuvimos un percance. Todo iba bien hasta que
empezó a señalarse con la mano el área genital. Su imposibilidad de comunicarse de otra forma diferente que con las manos, la hizo ponerse muy nerviosa. Creía
que pensaba que los bebés estaban mal. Cada vez se iba agitando y desaturando
más y más. Conforme pasaban los segundos, su cara, más malva que rosa, nos decía
que algo no iba bien.
Yo intentaba tranquilizarla y decirle que los niños estaban perfectos. Pero
no había manera alguna de disminuir la dificultad respiratoria, la agitación y
los gestos hacia el área genital. Se asfixiaba, como un pez cuando lo sacas del
agua. Esa era la sensación que producía. Sus ojos querían salirse de las órbitas,
abiertos hasta el infinito y con la mirada perdida allí, en otra realidad. En
cada respiración las costillas parecían conocer a la columna vertebral, el
pecho se hundía con profundidad y celeridad. De vez en cuando conseguía
conectar conmigo. Me pedía ayuda, pero no sabía lo que quería, lo que
necesitaba. No sabía si era algo físico que estaba experimentando, algo
emocional relacionado con los bebés o siquiera conmigo… Fue muy impactante
contemplar cómo se asfixiaba y, viendo su rostro sumido en la angustia, no
poder preguntarle lo que le ocurría, ni ayudar de alguna forma. A la vez que
aumentaba la agitación, disminuía su nivel de conciencia. No sabía dónde
estaría el límite, cuánto tiempo podría soportar así… Hasta que todo terminó.
Reiniciaron de nuevo la sedación. De nuevo permanecía tranquila y sosegada,
como si llevara años inmersa en esa quietud. La besé. No se pudo extubar. A los
pocos segundos realizó una deposición. Era por lo que estaba nerviosa. Quería
decirnos que había aparecido esa necesidad y no podía contenerla.
Fue tan inoportuna la llegada de la deposición que por este motivo se tuvo
que dejar conectada un día más al respirador. La deposición, no obstante, era
buena señal, las tripas comenzaban a moverse tras cinco días en silencio y se
descartaba otra complicación como el íleo paralítico (parálisis de los intestinos).
Sin embargo las heces eran pura sangre. Toda la que había ingerido durante más
de un día.
Hasta entonces fue la sensación más parecida que he visto en ella de
agonía, de muerte inminente y sufrimiento (no real, claro). Tenía que estar
allí y tenía que fracasar ese intento inicial de extubación para prepararme a
lo que ocurriría meses después, donde esa sensación se iba a tornar más
intensa, hasta multiplicarse por infinito. Los profesionales sanitarios no le dieron importancia a este hecho, ni
siquiera se atisbaba un ápice de inquietud durante este proceso, tan
traumático en lo más profundo de mi ser. Están acostumbrados a estas
respuestas. Sin embargo, yo sufrí bastante por ignorante. Einstein decía algo así como que “sólo había 2 cosas infinitas en el mundo, una era el universo y la
otra la estupidez humana… y de la primera no estaba muy seguro…” Ahí lo
experimenté en primera persona. El desconocimiento de la reacción fisiológica
que tuvo Nazaret me hizo sentir desolada. Todo entraba dentro de un abanico de
respuestas posibles y “normales” ante una extubación. Yo lo sentí como un
fracaso que casi le cuesta la vida, cambié bastante la realidad debido a mi desconocimiento y supongo, a mi implicación personal.
La ignorancia
es la antesala del miedo y del sufrimiento. Es una lápida que te ancla a la putrefacción de los
patrones repetidos por nosotros mismos y por el inconsciente colectivo, que se
nos manifiesta a través de los medios de comunicación de forma muy sutil. La
ignorancia implica ser deshonestos con nosotros mismos cuando alguien desde el
amor, se presta a ponerse el disfraz que necesitamos tener delante para
descubrirnos. Y si somos deshonestos, nos desconectamos de nosotros mismos con
todos los "por si…" (me quedo sola, sin dinero, sin familia…). En definitiva,
imposibilita el dejar fluir de la vida y el comprender de las circunstancias
como experimenté yo misma. Así que otro mito que cayó fue el de que "la ignorancia da la felicidad".
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