miércoles, 31 de agosto de 2016

Tu enfermedad como mi metamorfosis: La Historia 19, La luna azul

"Debajo de tu piel vive la luna"

Pablo Neruda


Hay circunstancias que hacen mella pero más que luches, por más que intentes salvar, por más que ames, por más que se deba permanecer... simplemente, con un soplo, se desmoronan. No es bonito decir adiós pero, a veces, sí es liberador y es en esa libertad donde reside la belleza y la necesidad. 

El corazón de uno de los bebés se paró a la mañana siguiente. Debían preparar el cuello del útero para ayudar a forzar el parto y evitar una posible infección grave en Nazaret. Tras volver de nuevo a quirófano, esta vez con sedación, no tardó más de una hora en sentir que tenía ganas de empujar.

Cayendo la noche, en la cama de la habitación de las mariposas, nació un pequeñín, acogido por su madre y por mí. Pero no hubo tregua, no hubo tiempo de conocerse, de despedirse, de dejarles volar...

Mientras pestañeaba estábamos de forma urgente en quirófano. El parto le había provocado una hemorragia incontrolable. Nazaret se estaba desangrando. Su vida peligraba de nuevo. Intubada de nuevo sin tiempo para un “hasta luego”, el ginecólogo traccionó la placenta lo más rápido posible para que cesara el sangrado. Esto produjo la muerte del otro feto. Nazaret estaba sedada, así que la extracción del otro chiquitín la tuvo que hacer manualmente el ginecólogo, llegando con sus manos a las entrañas más profundas de ella, completando el fin de lo que había sido un principio.

Yo pude ver al primer feto, a nuestro primer hijo. Era precioso. A pesar de que tenía poco más de 17 semanas, su cuerpo externamente estaba completamente formado. Lo imaginé un poco mayor, llorando, con la vitalidad que su madre y yo teníamos. Mirándole a los ojos y preguntando quién vivía detrás de ese cuerpo. Lo esbocé jugando, saltando, riendo, llorando. Dibujé cómo sería esa piel, tan frágil ahora, dentro de unos meses, de unos años, el color de sus ojos, el sabor de sus palabras, el abrazo de esa mano inerte que atrapaba mi dedo… Maravillada, le di las gracias por elegirnos y lo tapé con una sábana blanca.

Dada la gravedad de Nazaret, decidí no entrar en quirófano. Me fui a la calle a fumar. Y miré hacia arriba con los ojos llenos de lágrimas preguntando cuándo iba a terminar todo. Ahí obtuve la respuesta. Era luna llena, no cualquiera, un fenómeno inusual que sólo se producía cada 2-3 años: la luna azul… y lloré con más fuerza al recordar las palabras que la hechicera le había dicho a Nazaret unos meses antes mientras estaba en la UCI: “en luna llena tendrás que hacer un sacrificio”… Se había cumplido. Según la astrología, la luna azul marca el punto de partida de "algo nuevo", no necesariamente positivo, pero sí que deja una gran reflexión y aprendizaje al estar ligada con "la magia de las almas", con la misión de vida que tenemos aquí. Esta luna, sin ser conscientes en ese momento, estaba marcando nuestro destino como comprobaríamos después. 

Mi incredulidad se sumaba a la estupefacción que sentí en ese instante. ¿Cómo es posible? Quería dejarlo abandonado como una remota casualidad, sin embargo, mi corazón sabía que no lo era. Tras terminar el proceso, llevaron a Nazaret a la UCI donde le administraron dos transfusiones sanguíneas para estabilizarla. Cuando se despertó, llena de amor, escribió:

“Y los dejé marchar, se aferraban a mí y yo a ellos pero sus crisálidas rompieron y mis mariposas volaron hacia la luna llena.
Sólo me queda el amor que me habéis dado, que me hace vivir de nuevo, y la huella de vuestro aleteo en mi vientre. La prueba más grande de amor, daros la vida para dejaros ir.
Aunque ya no estéis seguirán floreciendo los almendros, seguirá nevando en la Mora los inviernos y mis ojos verán lo que los vuestros no pudieron.
Fueron vuestras vidas efímeras como el batir de las alas de los colibríes, como un relámpago que por un instante iluminó mi vientre.
Sin embargo, aunque vuestra luz se apagó me dejásteis ese sol que os hizo crecer y que hoy ilumina mi vida.”


Cuando decidimos ser padres, aceptamos aprender de nuestros hijos. A pesar de la vida efímera de nuestras mariposas, nos enseñaron una gran lección: aceptar la muerte en Nazaret para que un nuevo renacer surgiera en ella. No puede haber vida sin muerte y, tras experimentar la muerte de algo que había creado ella misma, entendió que era el paso previo para que renaciera de nuevo la vida en ella. No podían haberse ido antes porque no lo hubiésemos entendido. Ahora sabíamos que la muerte no era más que parte del juego de la vida, a veces incomprensible por nuestra mente, pero fielmente ideado por nuestro espíritu. Mi comprensión de este acontecimiento ocurriría después. Como casi siempre, iba en desventaja con respecto a Nazaret. Sin embargo ahora puedo decir que yo ya me he muerto pues en este proceso me he transformado y he vuelto a nacer, externamente parecida a siempre, pero con el alma más viva, renovada. La muerte,… esa gran conocida y desconocida a la vez, que llama sin previo aviso y te recuerda para qué estás vivo.

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