miércoles, 17 de agosto de 2016

Tu enfermedad como mi metamorfosis: La Historia 13, El verbo

"La ciencia moderna aún no ha producido un medicamento tranquilizador tan eficaz como lo son unas pocas palabras bondadosas"

Sigmund Freud



El ser humano teme lo incógnito; sin embargo, lo desconocido siempre aguarda cargado de regalos. Hace mucho los senderos reales fueron teñidos de sombras, tildados de prohibidos y peligrosos. Se olvidó que es necesario atravesar la oscuridad para descubrir la luz. La historia se repetía, confundida, deformada, castrada, de nuevo.

Le atendió un médico de familia viejo y despreocupado tanto por el paciente como por el motivo de traslado. Fue la anamnesis más rápida que he leído nunca en un enfermo con todo el peso del historial que llevaba arrastrado en pocas semanas. Había hasta puntos suspensivos que eran el fin de las frases no acabadas por pereza, concretamente dos, tampoco más. Su misión era llamar al vascular y el resto le importaba bien poco. Y eso hizo. A pesar de la falta de profesionalidad, empatía, compasión, ética y demás adjetivos que venían a mi mente para calificar su forma de proceder; su actitud hasta me podría ser comprensible...


Es un reflejo de lo que nos enseñan. Ser un mueble "quita-síntomas", y rapidito que si no los pacientes vuelven a consultar y a demandar y a exigir en una puerta de urgencias. Lo importante es “limpiar” el hospital de usuarios, sin importar su historia. Allí eres un número, sin nombre. Deshumanizado y cosificado el paciente, transformados en máquinas expendedoras de fármacos los médicos, las urgencias en general no son lo más propicio para entablar una relación de humano a humano con el de en frente. Tanto por parte del profesional, que con menos medios y compañeros tiene que atender al mismo volumen de población; como por parte del paciente, exigiendo atendimiento pronto y un fármaco cura todo e instantáneo. Si sumas esto a vivir toda tu trayectoria laboral en este infierno donde no somos nada diferentes a un robot, el resultado es el que obtuvimos en urgencias. Que a nadie nos agrada pero es lo que conseguimos. A veces es tan fácil como escuchar y ser escuchado por ambas partes.

Cuando llegó el vascular tampoco preguntó por la historia de Nazaret. Simplemente le miró la pierna, sólo mirar literalmente y creo que porque me vió a mí con el pijama de médico. Nos dijo que no estaba indicado colocarle el filtro en ese momento, sino que se debería haber hecho en el primer ingreso. Se ingresaría en la planta sólo por deferencia de haber sido trasladada desde otra provincia, sin modificar el tratamiento con el cuál tuvo la trombosis y sin añadir alguna solución que previniese lo más temido. Mi ira era igual de grande que todo el hospital. Sin embargo, no era más que un dolor mal entendido. No pude decirle nada. No era el momento más adecuado. Podría decir cosas que dañan, de las que luego me arrepentiría. Mejor callar hasta estar en calma. Porque las palabras no se las lleva el viento, no son inocuas. 

Las palabras son semillas que pueden rasgar tu alma o darte alas para volar, pueden sanar o enfermarte, destruir o edificar, maldecir o bendecir… La palabra es una forma de energía vital. Se ha podido fotografiar con PET (tomografía de emisión de positrones) cómo según nos hablamos a nosotros mismos, se remodela físicamente la estructura cerebral. Según la forma de hablarnos, moldeamos nuestras emociones, que cambian nuestras percepciones. Las palabras por sí solas activan los núcleos amigdalinos, por ejemplo los núcloes del miedo que se transforman en hormonas y procesos mentales. Según estudios de la Universidad de California (UCLA), el 93% del impacto de una comunicación se queda en el subconsciente e inconsciente. Esto nos lleva al paradigma de que la mayor parte de nuestros actos no se rigen por nuestra mente consciente, sino a través de unos automatismos que hemos ido incorporando. La espontaneidad queda en un segundo plano, consumida por el miedo de salir de la zona de confort que aporta lo conocido y nos impide realizarnos; relevando a un plano inferior a nuestro mayor potencial: la conciencia. Sólo aceptando lo que somos y no somos podemos cambiar. Ahí, en la aceptación, reside el pilar de la transformación.

 ¿Cómo me podría garantizar que sin ningún tratamiento no le iba a producir de nuevo otro TEP? Casi iba a pedirle que me firmara que eso no iba a pasar ya que no iba a hacer realmente nada, pero era la misma estupidez que la que estaba haciendo el especialista. Mi ceguera me impedía ver más allá y razonar más profundamente acerca de la información y los motivos escasos de no querer hacer nada. Si le colocaban el filtro probablemente no hubiese vuelta atrás. Tenía sus “contras” evidentemente. Portar un cuerpo extraño en la vena de por vida podría conllevar, posiblemente, tener que tomar un fármaco para siempre. Pero si no lo colocaban, para mí significaba la muerte. Me aterrorizaba la idea. Ese miedo llevaba el rostro del desamor, pues una de las formas de desamor es la dependencia, la cesión de poder, la renuncia a la libertad y a la responsabilidad. Cuanto más miedo tenía, más fácilmente culpaba a otros de lo que sucedía, más sencillo era ceder mi poder, quedarme adormecida, dominada, conformándome con un personaje que ni me hacía feliz ni resonaba con mi esencia. A pesar de que desconocía, y aún desconozco, el riesgo de un nuevo tromboembolismo pulmonar, mi percepción era que si había algún porcentaje, las papeletas las había comprado todas Nazaret. En el primer ingreso le fallé, pero en este estaba empeñada en saldar cuentas y hacer todo lo que estuviera en mi mano para que le colocaran el dichoso filtro. De nuevo estaba equivocada como vería después. Al intentar que no se repitiera la historia, ésta se estaba repitiendo.

Nazaret continuaba en el infierno de las urgencias. Llevaba toda la mañana. Mientras tanto, se me ocurrió ir a hablar con los intensivistas donde había estado ingresada, un par de plantas más arriba. Cuando me recibieron me dijeron si ya le habían colocado el filtro antes de yo poder articular la segunda parte de la escena teatral cómico-dramática de la que participábamos, ahora entre bambalinas. Al darle la negativa se echaron las manos a la cabeza, tan espantados como yo. Parece que no estaba delirando entonces. Me aconsejaron volver a hablar con el vascular a ver si conseguía que entrara en razón. Y eso hice. Subí a la octava planta sin esperar el ascensor. Me serviría también para quemar adrenalina. Para desconsuelo mío no estaba allí. Tenía otra opción. Bajar a la primera planta a buscar al neumólogo del que había estado a cargo ella cuando pasó a planta. Con el mismo proceder, esta vez sí tuve suerte. Indignado el neumólogo se personó en urgencias donde estaba Nazaret cada vez con la pierna más hinchada, subiendo el edema desde la pierna al abdomen y con un dolor inmenso sin analgesia porque no le habían prescrito tratamiento alguno. 

Al ver la gravedad del asunto él se hizo responsable de la situación y en su historia escribió lo que nadie había hecho hasta ahora. Un dictamen sobre si colocar el filtro o no. Y su juicio fue que asumía la responsabilidad de su colocación. ¡Un paso adelante por fin! Tras comunicárselo al mueble de su médico de urgencias dijo impasible, como era de esperar, que le era indiferente, pero que llamase yo al radiólogo intervencionista, el especialista que se encargaba de ese trabajo. Mi asombro no me dejaba parar de pestañear y abrir los ojos desencajados, al ver como el teatro se iba convirtiéndose en sainete. ¿Cómo voy a llamar yo a alguien que no conozco, que no pertenece a mi hospital y que no tengo manera de localizarlo? ¡Esa no era mi responsabilidad! Faltaría que yo, sin ser su médico, tuviera que explicarle a alguien a quien ambas le importamos lo mismo que un cero a la izquierda a un banquero, lo que otros tienen que tomar como responsabilidad. Pero llegaron las 3 de la tarde y no se habían movido más fichas. El neumólogo, al igual que el resto de especiastas excepto los de guardia, se iban a casa. Volví a la UCI, tuve suerte al estar “Jesucristo” de guardia en críticos, el mismo médico que nos atendió en el primer ingreso. Él se encargó de sacar a Nazaret del infierno y dejarla en una habitación en observación mientras hablaba con los especialistas. Tras llamar a los radiólogos ellos, a primera hora de la tarde, comentaron que sin estar los vasculares de acuerdo, no pondrían el filtro. Tras discutir arduamente con los radiólogos, decidieron colocar el filtro pero demoraría más de un día. Con el mismo tratamiento que en casa y sin otras medidas terapéuticas, de nuevo todo dependía de Nazaret. 


Estuvimos 48 horas metidas en una noche profunda. El lugar físico donde se encontraba la observación no tenía ventanas así que no había luz natural y, a pesar de ser pleno mes de junio, parecía invierno: penumbra y frialdad que calaban en los huesos de los pacientes y en el carácter de los profesionales. Aquel infierno era frío. Nuestro hogar momentáneo era una zona helada, llena de gente a los que les éramos invisibles, sin rostro, sin voz, rodeados de ruido silencioso.

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